A nadie extrañará que nos deshagamos en elogios hacia Jonas Kaufmann, como
uno de los tenores más sobresalientes no ya de la actualidad sino de las
últimas décadas. Lo relevante en esta ocasión, tras su Radames (Aida) en
Roma y su Andrea Chénier en Londres, es constatar que ha hilado dos nuevos
debuts de no poca envergadura, con el Turiddu de Cavalleria rusticana y el
Canio de I Pagliacci. Kaufmann asienta así una trayectoria admirable, cabal
y casi sin límites. En el horizonte, para 2017, se dibuja ya su debut como
Otello en el Covent Garden, con Pappano, y poco a poco vuelven a aparecer en
su agenda los compromisos wagnerianos, como ese anunciado Siegmund en
Baden-Baden con Gergiev. La clave en su caso, amén de una inteligencia
evidente, radica sobre todo en un control primoroso de la respiración que le
permite cantar con seguridad y confianza, sin forzar un ápice su instrumento
y sin malgastar ni un gramo de su energía. El resultado, así, es de una
facilidad insultante y de una admirable madurez, cuando se trata no lo
olvidemos de su debut con ambos papeles. Pocos pueden hacer gala de un debut
con semejante poderío y autoridad. Kaufmann además es un actor espléndido
(monumental el largo primer plano tras el aria de Pagliacci, durante varios
minutos, en el que sostiene la mirada sin pestañear un ápice) lo que redunda
en un espectáculo con gran tensión escénica. El único inconveniente que cabe
plantear a su estreno con estos dos papeles, más acusado en el caso de
Canio, es que su canto tan controlado y seguro deja poco margen a ese punto
de despliegue verista que en el fondo pide el temperamento de estos dos
personajes. Digamos que Kaufmann se desmelena poco o al menos con mucha
cautela. Kaufmann es, por así decirlo, el arte entendido como inteligencia y
así su capacidad de convencimiento pasa siempre por la mesura, por el
control y por una atención minuciosa al detalle. Quien busque agitaciones
truculentas y encarnaciones desmelenadas, se equivocó de ventanilla.
El resto del reparto reunido para la ocasión tenía notables garantías,
aunque a decir verdad sólo las dos protagonistas femeninas destacaron en
cada caso. Liudmyla Monastyrska fue una Santuzza con empuje y con lirismo,
algo aterida en la expresividad a veces, como si le costase encontrar el
punto justo donde medir su natural tendencia a una expresividad más
extrovertida. Monastyrska convence en su conjunto, si bien la parte, escrita
para mezzo, resulta algo grave para su extensa, amplia y dotada voz de
soprano dramática. Por otro lado, Maria Agresta fue una Nedda absolutamente
ejemplar, resuelta en la parte más belcantista del rol (Stridono lassù),
plausible en escena y con la dosis justa de temperamento en su fatal
enfrentamiento con Canio al final de la ópera.
El Tonio de Dimitri
Platanias tuvo muy poco estimable, con una emisión rebuscada y plebeya y una
gama de matices ciertamente básica, poco elaborada. Renunció, por cierto, al
agudo que corona habitualmente su monólogo inicial a modo de prólogo. Como
Alfio encontramos esta vez a Ambrogio Maestri un tanto apurado con la franja
aguda y poco esmerado con el texto, aunque muy convincente en escena.
Espléndido el trabajo de todos los compromisarios, desde la ascendente
Annalisa Stroppa en la pequeña parte de Lola al estimable y entregado
barítono Alessio Arduini como Silvio, pasando por la hermosa voz del joven
tenor Tansel Akzeybek como Beppe.
La nueva producción de Philipp
Stölzl fracasa sobre todo por no ajustarse al gran espacio del Grosses
Festspielhaus de Salzburgo, que dispone de un escenario singularmente ancho
y alargado, y que sin embargo el regista decide dividir en seis pequeños
casetones en los que sucesivamente va transcurriendo la acción. El resultado
es que ese gran espacio se ve reducido a apenas unos metros, perjudicando la
acústica y la visibilidad a partes iguales, y sin añadir ciertamente nada a
la acción propiamente dicha, obligando más bien a los cantantes a esforzarse
una y otra vez con las limitadas dimensiones de la escenografía. La
producción resulta así demasiado compleja en su resolución para lo poco que
realmente aporta en términos de dramaturgia, quedando como mucho como un
atractivo viraje estético, más allá de las representaciones más clásicas y
tradicionales que a menudo acompañan a estos títulos de Mascagni y
Leoncavallo. En esta ocasión la caracterización de los personajes es
estupenda, el vestuario está muy logrado y todo el código estético a medio
camino entre el cómic y el cine clásico y con guiños a la obra de Otto
Nückel que arma la escenografía resulta igualmente atractivo, pero no hay
nada más allá de todo ese escaparate. Y todos los guiños apreciables de la
producción de Stölzl se quedan en anécdotas que no conducen a ninguna parte.
Como sucede con el hecho de que Cavalleria rusticana se desarrolle en blanco
y negro, mientras que Pagliacci se representa en color. ¿Por qué? ¿Para qué?
Nadie lo sabe. Mamma Lucia es una suerte de capo mafioso. ¿De qué? ¿Para
qué? Nadie lo sabe. Turiddu y Santuzza tienen un hijo de varios años de edad
que pulula también por el escenario. ¿Qué nos aporta esto? Realmente nada, y
es una anécdota que resume perfectamente la vacuidad dramática de la, por
otro lado, atractiva propuesta estética de Stölzl. Para colmo de males, la
acción se refuerza con el recurso constante a la realización en vídeo, que
no hace otra cosa que duplicar, en otro de esos citados casetones, lo que ya
estamos viendo en alguno de los otros. Redundante a todas luces.
Christian Thielemann, maestro consumado en el repertorio romántico alemán,
no termina de entenderse con este otro repertorio italiano, brindando un
enfoque en el que prima la distancia intelectual sobre el calor teatral. La
disección de la partitura es nítida, de una transparencia elogiable y
brillante sobre todo en los momentos de mayor lirismo, pero la articulación
es blanda y un tanto anónima en los momentos que requieren más empuje y
adrenalina. La brillante pátina de sonido que la Staatskapelle le permite
exponer adolece a menudo de un tono contemplativo en demasía, como
recreándose Thielemann más en su enfoque de la partitura que en lo que
sucede en el escenario. El resultado es pues, menos para Cavalleria que para
Pagliacci, un tanto descafeinado y levemente somnoliento.
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