Un hilo musical une las ciudades de Londres, Salzburgo y Venecia, en el
estreno de este nueva producción de La Gioconda, por primera vez en cartel
en la historia del Festival de Pascua de Salzburgo. No fue el éxito sonado
que se esperaba dado el elenco vocal reunido para la ocaisón, pero sí fue
una fiesta musical por parte de la Orquesta y Coro de la Academia de Santa
Cecilia, en manos de su director emérito, un fogoso y vital Antonio Pappano.
Parece que existe la intención de que haya una Gioconda renaissence,
pues no solo se ha estrenado esta ópera ahora en Salzburgo, con la vista
puesta en su reposición en Londres y en Atenas, teatros que la coproducen.
Además, este próximo mes de abril se estrena otra nueva producción en el
Teatro San Carlo de Nápoles, esta en colaboración con el Liceu de Barcelona,
teatro que no hace tanto, en 2019, todavía puso en cartel su antigua
producción firmada por Pier Luigi Pizzi.
La Gioconda es una ópera con
el perfume de la Grand opéra francesa, donde Amilcare Ponchielli dio lo
mejor de su inspiración para una extensa partitura donde los seis
protagonistas principales, Gioconda (soprano), Enzo (tenor), Barnaba
(barítono), Laura (mezzo), Alvise (bajo) y La Cieca (contralto), tienen
arias principales de lucimiento. La obra cuenta además con brillantes
escenas corales e incluye el famoso Ballet de las Horas que Disney, mediante
la icónica Fantasia (1940), incrustó en la memoria colectiva con esas
avestruces, hipopótamos, elefantes y aligatores danzando con tutús como si
no hubiera un mañana.
Es histórica la invitación del Festival a los
cuerpos estables de la Orquesta y Coro de la Academia de Santa Cecilia en
Roma, la orquesta decana italiana más reconocida, aquí como la primera
formación italiana invitada en el extenso curriculum artístico del Festival.
Antonio Pappano lució los galones de su experiencia con una dirección
musical pulposa, rica en colores y muy atenta a los cantantes. Siempre
teatral y extrovertido, no sólo afiló el lirismo de una partitura rica en
contrastes, drama y espectacularidad, mimó a los solistas en sus arias y
momentos más comprometidos, se preocupó siempre de los balances sin tapar a
nadie y sacó a relucir la calidad de las secciones de una orquesta en un
estado de gracia, envidiable.
En escena, en cambio, decepcionó
bastante el trabajo planteado por Oliver Mears, actual director artístico de
la ROH de Londres, donde Pappano ha sido director musical titular de la
misma desde el 2002 hasta la actual temporada 23/24. Aquí la conexión
londinense con Salzburgo no fructificó como se esperaba. Si Pappano triunfó
desde un foso efervescente, Mears se perdió en la trama de una ópera donde
la decadencia de la ciudad de Venecia y su atmósfera fueron desaprovechadas
en su traslación pseudo-actual. Al final todo quedó en poco más que un
crucero gigante de fondo, y unos movimientos ágiles de las masas corales.
Sus insinuaciones al proxenetismo infantil de Gioconda, con la
avergonzada y obligada permisión maternal, la maldad afilada de Barnaba o un
Enzo perdido en soliloquios existenciales, no solo no aportaron nada al
libreto sino que más bien lo caricaturizaron. Ese es el peligro de una ópera
demasiado incrustada en un contexto musical preciso, aquí con un libreto
firmado por el siempre excelente Arrigo Boito. Se apreció, eso sí, un
discreto esfuerzo por una dirección de actores efectiva, que pareció no
obstante más producto de las cualidades de la explosiva Netrebko o el
viscoso Barnaba de Salsi. Todo ello no salvó una producción que no pasó de
un intento de ejercicio de estilo claramente fallido.
Desgraciadamente, el Ballet de las Horas tampoco lució en esta producción.
La coreografía de Lucy Burge, transforma la escena del ballet en una
pantomima que quiere explicar el drama infantil de La Gioconda, pero queda
en un puntual baile teatralizado que poco aporta a la deriva de una regie
desnortada desde el inicio. A detacar el solo de la principal bailarina
solista de la Ópera Estatal de Viena, la elegante y grácil Liudmila
Konovalova.
En el espléndido reparto quedó patente la inicial
decadencia de una pareja con la siempre estelar Anna Netrebko y el heroico
Jonas Kaufmann, revelando que sus carreras piden ya el relevo natural de
otras generaciones. Anna Netrebko todavía mantiene un instrumento opulento,
que llena la sala con una proyección generosa; técnicamente todavía es dueña
de un control asombroso en el registro y los reguladores. Si bien tuvo un
pequeño percance en el famoso Sib flotante del primer acto, la rusa, siempre
fogosa y carismática, mostró la raza teatral que la precede. Por desgracia
para amantes del canto canónico italiano, la fuerte tendencia, ya demasiado
obsesiva, a oscurecer su emisión, sonando más oscura que Laura en su dúo, o
con notas más turbias y negras que las de la propia Cieca, hicieron que
perdiera contraste y riqueza de matices en esos dúos y que el festival de su
canto se empañara con entubamientos y graves de pecho de dudoso gusto. Con
todo, Netrebko mantiene una calidad vocal que, si dejara fluir con mayor
naturalidad su actual registro, sin duda más dramático, que no oscuro,
todavía mantendría su status de diva actual del siglo XXI. Por desgracia,
todo apunta a lo contrario.
A su lado Jonas Kaufmann también debutaba
en su rol, como su colega rusa. Si bien nunca ha brillado en el repertorio
italiano como en el germánico, se apreció su esfuerzo por sonar en estilo,
siempre refinado, cuidando el fraseo. Pero en conjunto quedó lejos de
convencer. Y es que su famosa y característica emisión, con cambios de color
en los piani y una messa di voce sin duda de virtuoso, no casan bien con la
italianità de un rol como el de Enzo, donde lo heroico y lo lírico distan de
su enfoque atormentado a lo Werther. Caso paradigmático fue su Cielo e mar,
donde las dinámicas y reguladores que imprimió al aria le restaron esa
brillantez solar que pide una escritura sin duda más extrovertida y
mediterránea. Además escénicamente tampoco se le vio nunca muy cómodo, como
si no acabara de encontrar su lugar en una dramaturgia esquiva y desnortada
que no parecía ir con él.
En contraste, el Barnaba de Luca Salsi,
vocalmente mucho menos redondo por la calidad irregular de un instrumento
que pierde constantemente esmalte y presencia, de color mate, si fue el
villano esperado. Salsi, cinceló el texto con la maldad que demanda un rol
que se anticipa al Yago del Otello de Verdi, libreto también de Boito, y
supo aprovechar con astucia y beneficio propio, un protagonismo a la sombra
que se va creciendo durante la ópera hasta alzarse como rey de una trama que
teje y desteje a placer.
La joven mezzo Eve-Maud Hubeaux ejerció en
el rol de Laura con generosidad interpretativa. El color es atractivo y el
canto noble, pero le faltó quizá la madurez estilística para ofrecer una
Laura algo más allá de la enamorada doliente de Enzo. De canto redondo y
colores adecuados, La Cieca de la mezzo polaca (que no contralto) Agnieszka
Rehlis, demostró profesionalidad y medios, pero no pasó de una actuación
vocal de impecable corrección.
De medios atractivos, por color,
juventud y timbre cálido y flexible, el bajo Tarek Nazmi, fue un Alvise
prometedor. Le faltó mayor italianità en el canto, más allá de un pequeño
percance en el agudo final de su aria, ello no empañó un trabajo digno y
honesto. Efectividad, dinamismo y efusividad en los coros de las hueste
corales de Santa Cecilia, bajo la dirección de Andre Secchi. Y en conjunto
una producción de La Gioconda que no supo aprovechar la atractiva decadencia
de una partitura de calidad indiscutible que es un festival y un canto de
amor a la ópera italiana.
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