El Mercurio
Juan Antonio Muñoz H.
 
 
Verdi: Otello, Bayerische Staatsoper, 20.9.2019
 
Un Otello estremecedor y cercano a Woyzeck
 

En Adam Fischer, cuyo vínculo con Verdi no se puede negar, sorprende cómo es que logra que las voces no sean envueltas por la música sino que el poder que proviene la orquesta sirve para hacerlas ascender, poniéndolas en primer plano. Esto es particularmente claro en momentos como el dúo del primer acto, de un detallismo milagroso; el concertado del tercero y en la Canción del Sauce del cuarto. Se suman un refinamiento excepcional tanto en la búsqueda de transparencia en algunos casos (la plegaria de Desdémona) como de tumulto en otros (los soldados en gresca o en el ruido mental de “Dio mi potevi scagliar tutti i mali”), sin olvidar, por supuesto, que a veces el estallido y la furia deben prevalecer.

En esta partitura extensa y compleja, hay que ser un maestro para resultar novedoso sin violentar el texto de Verdi. Fischer se preocupó de hacer de esta ópera un material sonoro que vive en una suerte de infinita reinvención, atendiendo al drama a través de una dinámica dúctil e imaginativa. Así, en la escena de la muerte de Otello, por ejemplo, las palabras (y esto se debe también a ese gran actor-cantante que es Jonas Kaufmann) estaban a tal punto prendidas de la partitura, que parecía que fueran ellas las que arrastraban el sonido orquestal.

La directora de escena Amélie Niermeyer, en esta llegada suya a la ópera, exhibe una fina percepción de la lucha interior y exterior que habita en Shakespeare-Boito y por eso hace a un lado la grandilocuencia operística para abocarse a lo fundamental: qué pasa por la cabeza de Otello y qué problema no resuelto tiene él con su mujer. Con Desdémona como figura central, su trabajo pone frente a los problemas del femicidio y la misoginia, y es una síntesis de la herencia isabelina con el teatro de la crueldad de Strindberg, el realismo de Ibsen e incluso el expresionismo de Büchner, más algunas soluciones escénicas visuales propias del teatro contemporáneo.

La simplicidad de la escena es solo aparente, porque los universos opuestos —blanco y negro— y la falsa simetría son los protagonistas de un complejo juego de espacios públicos y privados —estos últimos no exentos de monumentalidad a pesar de estar vacíos— donde las almas heridas del moro y Desdémona están siempre queriendo esconderse. Cada personaje, además, está tan bien detallado y orientado que parece que en cada línea se buscan a sí mismos, intentando darse una explicación de lo que sienten. Los problemas, así, se van haciendo evidentes, pero a través de la suma discreción.

En esta línea, lo que le sucede a Otello no es algo previsto por los espectadores; él no es un hombre tonto que se deja influenciar por Yago, sino que los celos son la vía de escape que su alma atormentada encuentra como solución al conflicto que naturalmente existe desde antes en la relación con su esposa. Incluso se podría dudar de que él no supiera que el asunto del pañuelo es una intriga, o afirmar que es Desdémona la que precipita su propia caída al jugar con fuego (su matrimonio con el moro) y al lanzar a la chimenea el pañuelo exigido una vez que ella lo encuentra, algo que no está descrito ni por Shakespeare ni por Boito.

Lo que se expone, final y fatalmente, es que la injusticia social (la del moro por su procedencia y la Desdémona por su género) conducen a la desorientación y a la tragedia.

Ya en Londres, cuando cantó por primera vez el rol (2017), Jonas Kaufmann mostró que su Otello no tendría nada de obvio ni de común. En esa ocasión, el héroe no era tal sino más bien un personaje dubitativo hasta la debilidad e incómodo en el ejercicio del mando. La famosa “gloria de Otello” era un triunfo externo que no tenía correlato con el ser profundo del moro.

En esta oportunidad, nos encontramos un paso más allá. Su Otello se ha hundido todavía más en la angustia y es un hombre devastado, demacrado, un tipo que se auto maltrata mentalmente, que intenta remontar el estado depresivo en que se encuentra, pero que no logra hacerlo, que se hunde paso a paso en la oscuridad abismal que lo lleva al asesinato de su mujer, golpeado quizás por algún menoscabo social o de origen. El resultado es estremecedor: una mezcla entre Otello, Woyzeck y Peter Grimes. Jonas Kaufmann, ovacionado al término, usa todos sus recursos vocales, desde el fortissimo al susurro, para evidenciar los matices que ese viaje destructivo necesita, componiendo un personaje de alucinante vulnerabilidad, que avanza, sin poder dar pie atrás, en su obstinación asesina.

La Desdémona de Anja Harteros, en esa misma línea, está atrapada desde el inicio, cuando se la ve convertida en la protagonista de la tormenta con que parte la ópera, escuchando el peligro de la guerra y la gloria militar de su marido. Ella no será prisionera sólo de la intriga de Iago sino del drama que vive su hombre, del que forma parte. Una tragedia de la que no logra escapar —quizás por amor— y a la que se impulsa ella misma, tal vez convencida de que debe ser la víctima. A eso se agrega el maravilloso arte de cantar de Harteros, con esa sensibilidad elegante y sobria con que viste todo lo que interpreta. Es sorprendente, además, el magnetismo escénico de esta gran artista, que compone una Desdémona de antología. El silencio de la sala para su “Salce, salce” fue un anticipo de su réquiem.

Enfermo Ludovic Tézier, Iago fue el barítono Claudio Sgura, de voz amplia y oscura, y de solvente presencia física. No es un artista exactamente sutil, pero sí efectivo. En el excelente reparto también hay que destacar el trabajo del tenor Evan LeRoy Johnson (Cassio) y del bajo Tark Nuzmi (Lodovico), ambos cantantes jóvenes que pueden desarrollar una interesante carrera.






 
 
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