Platea Magazine, 13 Julio 2019
Escrito por Javier del Olivo
 
 
Verdi: Otello, Bayerische Staatsoper, 12. Juli 2019
 
LA POESÍA DE TUS OJOS
KAUFMANN, HARTEROS Y FINLEY PROTAGONIZAN EL "OTELLO" DE VERDI EN MÚNICH, CON KIRILL PETRENKO A LA BATUTA
 

La poesia dels teus ulls
sé que no la podré escriure,
cada vers que jo trobés
en el paper se'm moriria
del dolor de no ser prou fidel.
Lluis Llach


Cuando termino de ver una función de la que tengo que hacer una reseña, mi cabeza empieza a organizarse para poder transmitir a los posibles lectores las sensaciones de lo que acabo de ver y oír. No es algo fácil, por lo menos para mi, porque cuando amas algo con intensidad a veces los sentimientos nublan tus comentarios y la primera labor del crítico es alejarse lo más posible de sí mismo para poder analizar lo más objetivamente (nunca se consigue del todo) el espectáculo contemplado. Este “problema” se acrecienta cuando a lo que has asistido es una de esas funciones que para ti son únicas, donde parece que se alcanza la cuadratura del círculo, en este caso operístico. Por eso, hoy, al empezar a pensar en cómo contar este Otello único que ofrece la Bayerische Staatsoper en su Festival me han venido a la cabeza unos versos de Lluis Llach de una canción que siempre me ha parecido bellísima, y que encabeza esta crónica. A mí, como al poeta, las palabras se me mueren de no poder ser fieles a la belleza de esta representación. Porque, sobre todo, después de haber escuchado en menos de quince días dos veces a Anja Harteros y Kirill Petrenko, se me acaban los epítetos, los comentarios laudatorios, las alabanzas. Me parecen dos figuras tan grandes de la ópera actual que cualquier cosa que escriba será reiterativa y ya escrita. Pero bueno, lo intentaré.

Otello no es mi ópera favorita de Verdi, pero sí que es la que yo considero su obra maestra. Sobre todo porque es Verdi por todos sus costados: el Verdi de galeras, el Verdi maduro y el Verdi de Falstaff, ese Verdi que abre el futuro a la ópera. En sus pentagramas oímos lo mejor del genio de Busseto: tiene coros impactantes, no falta una tormenta (y que es, junto a las de Peter Grimes, de las mejores de la historia), hay ese “clásico” verdiano que es el dúo entre tenor y barítono, una canción popular convertida en una de las arias más bellas del repertorio y un barítono que le da la vuelta, con su maldad, con su retorcida personalidad, al clásico barítono marca del compositor. Y todo con una música de una genialidad absoluta y con un libreto bien estructurado (grande Boito), inspirado en Shakespeare, tan admirado por el maestro.

Y nos encontramos con Kirill Petrenko. Y tengo que volver a decir que para mí su trabajo como director musical es un milagro. Uno de los títulos manejados para encabezar esta reseña era el de “el camaleón”, pero era demasiado manida y aunque se acercaba a lo que es su concepto de dirección, volvía a no serle “fiel”. Hay muchas cualidades que me admiran de este director, pero quizá la más sorprendente, la más genial, a mi parecer, es la concepción que hace de cada ópera (no conozco su faceta sinfónica pero por lo que he podido leer a compañeros se mueve en los mismos parámetros). Petrenko no es especialista en ningún repertorio concreto; tampoco se diría que brilla más en Wagner que en Verdi, Strauss o Puccini (una cuádruple corona nada despreciable). Su mirada busca el tuétano de cada partitura, su esencia, y sobre ese estudio levanta su concepción de cada obra, siempre distinta, siempre sorprendente y siempre novedosa y, además, sin dejar de ser completamente fiel al compositor. n la página de Youtube del Museo del Prado se pueden ver reportajes, muy ilustrativos, de cómo en el departamento de restauración dan nueva vida a obras ajadas por el tiempo, por malos retoques o por las restauraciones poco escrupulosas. El antes y el después es asombroso y la pintura en cuestión toma nueva vida. Algo semejante me ocurre con Petrenko, es como si las óperas que dirige pasaran por su taller particular y salieran con otra pátina, con otra lectura que nos suena igual y a la vez diferente, apreciando detalles en los que antes no habíamos reparado. Por eso su dirección deslumbra: su Otello es Otello pero espléndidamente diferente y sin caer, como quizá tienden otras lecturas “modernas”, en el brochazo fácil y llamativo, que encienda a la crítica y divida al público. En el caso de Petrenko en su casa del Teatro Nacional de Baviera se le adora y siempre hay unanimidad. Los mayores vítores en los saludos son para él y para esa asombrosa orquesta que hay en el foso que, quizá junto a las Staastkapelle de Dresde y Berlín, es el mejor conjunto del mundo titular de un teatro de ópera.

Kaufmann, Harteros, Finley. Un trío de grandes voces para crear este Otello inolvidable. En una línea segura y potente estuvo el Otello de Jonas Kaufmann, que humaniza con su voz, con sus gestos, al celoso moro. Es una creación de un hombre sensible, atormentado y finalmente enajenado que es una marioneta en las manos de Yago, al que opone escasa resistencia. Vocalmente estuvo espléndido en toda la tesitura aunque en algún momento de esos pianissimi que frecuenta más de lo debido el sonido no fue demasiado agradable, aunque la intención del cantante sea buena. Fabuloso en el "Esultate!" y en "Dio! mi potevi scagliar tutti i mali", emocionando en cada frase. Anja Harteros es insuperable; para mi ninguna cantante de la actualidad le hace sombra en el repertorio que transita. Su Desdémona es de manual, la más canónica y verdiana de todo el reparto y con la voz con mayor proyección. Creo que en mi vida volveré a oír una Canción del sauce como la de Harteros, de lágrimas en los ojos. Es espectacular como actriz y como cantante y volver a comentar su canto es repasar las virtudes de una soprano lírico-spinto de libro como ella.

La sorpresa de esta función para mi fue el Yago de Gerald Finley. Es un cantante que sigo hace tiempo, sobre todo en su faceta de liederista y me sorprendió gratamente su recreación del malvado por antonomasia de las óperas verdianas. Creó, con un derroche dramático increíble, un Yago con rasgos del bufón Rigoletto, sobre todo cuando se dirigía a los otros personajes. Cuando estuvo solo en el escenario salió su verdadera personalidad: dura, vengativa, malvada. Vocalmente estuvo estratosférico porque todo lo que su cara y sus gestos decían tenía reflejo en su voz, llena de matices, de giros, de subidas y bajadas a lo largo de la tesitura, donde se siente siempre seguro. Brilló, como se podía esperar, en "Credo in un Dio crudel", sonando duro y retador pero nunca estrambótico. Lo que hizo grande a Finley es mezclar ese timbre bellísimo que tiene con la maldad profunda que encierra su personaje, comprendiendo perfectamente el público como puede engañar a todos (aunque en la producción se insinúa que Desdémona le ve venir). Buen elenco de comprimarios donde destacó la gran proyección y el buen hacer del Cassio de Evan LeRoy Johnson, una voz de timbre ligero y de excelente calidad y la estupenda, como es habitual, Rachael Wilson como Emilia. También a buen nivel el coro de la Ópera de Baviera y su sección infantil.

La producción, estrenada en esta misma temporada y que firma Amélie Niermeyer carece, a mi parecer, de interés en cuanto a planteamiento escénico. No identifico una idea determinada o una visión personal del drama shakesperiano. Puedo atisbar, dada la proliferación de espacios interiores (todo la obra tiene lugar en habitaciones palaciegas semivacías y enormes) que se repiten como en dos planos paralelos, una especie de historia doble (¿un sueño quizá de Desdémona?) pero que nunca queda definida. El vestuario tampoco da más pistas más allá de que el drama se puede dar en cualquier momento de la segunda mitad del siglo XX o incluso de nuestros días. El gran atractivo del trabajo de Niermeyer, apoyándose en unos dúctiles cantantes, es un movimiento de actores y coros bien elaborado, lleno de tensión, de puro teatro, sobre todo en las intervenciones de los tres protagonistas. Es de gran ayuda también para crear el deseado ambiente dramático una excelente iluminación de Olaf Winter.

Una representación, resumiendo, de esas que no se olvidan y que pocos teatros pueden proponer. Donde los hados (esos que se llaman Petrenko, Kaufmann, Harteros, Finley y Bayerisches Staatsorchester) se confabulan para crear amor a la ópera y para seguir adorando al inmenso Giuseppe Verdi.







 






 
 
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