Fue una noche de varios milagros, que no son porque sí sino producto de un
trabajo enorme que muchas veces no se tiene en consideración. El primero es
haber tenido en Chile, en la cima de su carrera, al gran tenor Jonas
Kaufmann, adorado por las más de cuatro mil personas que el jueves
asistieron a su recital. Esto se debe —y hay que decirlo y agradecerlo— a la
productora Merci, que dirige Samuel Benavente, y a la responsable de la gira
latinoamericana del artista, Elisa Wagner.
Otra de las sorpresas es
que se demostró que el Movistar Arena puede funcionar razonablemente bien
para un concierto de estas características y no solo para un espectáculo pop
o rockero. Por cierto que un espacio como el Teatro Municipal de Santiago
habría sido el ideal, pero se habrían quedado tres mil personas sin escuchar
en vivo a Jonas Kaufmann. O él habría tenido que hacer cuatro conciertos, lo
que era imposible. Otro punto en el que había dudas era cómo sería la
amplificación allí para una orquesta sinfónica y una voz solista. ¿Cómo se
haría para que fuera posible percibir las sutilezas interpretativas del arte
del Kaufmann? El resultado superó todas las expectativas gracias al talento
de Loretta Nass, ingeniero en sonido chilena con conocimiento cabal del tipo
de música que se estaba ejecutando.
Luego, la orquesta en sí misma.
Era la Filarmónica de Chile (no la de Santiago ni la Sinfónica), fundada en
2006 por una treintena de músicos que ya llevaban 15 años tocando juntos y
que, cuando quedaron fuera del Teatro Municipal, decidieron aprovechar su
experiencia para seguir adelante con su trabajo. Preparado en las semanas
previas por Paolo Bortolameolli, el grupo de instrumentistas encontró en
Jochen Rieder un maestro que explotó sus mejores cualidades y que extrajo de
ellos momentos espléndidos, como sucedió con la Obertura Festiva de
Shostakovich y con la asombrosa “Tregenda” de “Le Villi” (Puccini). Eso,
aparte de haber acompañado con extremo cuidado al cantante en las difíciles
páginas vocales que integraron el programa. Incluso Rieder, en un momento de
gran emoción dentro del recital, pidió a los instrumentistas que musitaran
el coro de la parte central de “Nessun dorma”. Es cierto que las Suites 1 y
2 de “Carmen” fueron algo lentas; que la Filarmónica de Chile debe trabajar
su línea para fragmentos como el “Intermezzo” de “Cavalleria Rusticana”, y
que los bronces tuvieron un percance notorio en “Core ingrato”, pero así y
todo el conjunto se mostró sólido y capaz de tareas mayores.
Otro
milagro fue el público en sí mismo. Al margen de que había algunos por ahí
comiendo cabritas y hasta hamburguesas, fue una audiencia que recibió a
Kaufmann como un dios, que supo respetar los finales como no sucede ni en
las salas más encumbradas y que aplaudió con fervor no sólo las arias más
conocidas. Porque era lógico esperar el delirio tras el esplendoroso
“Vincitor!” de “Nessun dorma”, pero una ovación como la que escuchamos para
“Ô souverain, ô juge, ô père” de “El Cid” (Massenet), es algo del todo
inusual.
Y ahora Jonas Kaufmann. Simplemente, un artista enorme, que
convierte cada partitura que interpreta en un parámetro con el que deberán
medirse las generaciones venideras de cantantes. Tal como sucedió hace 60
años con Maria Callas, Jussi Björling, Carlo Bergonzi o Elisabeth
Schwarzkopf.
Versátil y generoso, entregado por completo a lo que
hace, es un artista de estatura histórica, de imperio vocal y escénico,
apabullante en belleza sonora y comprensión del sentido profundo del sonido.
Actor de desbordante vuelo imaginativo, vive íntimamente sus personajes e
irriga de emoción cada frase, perturbando con la intención expresiva que
pone en gestos y palabras. En su caso, la nobleza de tono, el registro
amplísimo, los colores de su timbre, la línea de canto y, en especial, su
elegancia y audacia conjugadas, sirven a la reciedumbre, la pasión, el
lirismo amoroso, el dolor y la vulnerabilidad de sus entregas.
El
programa fue exigentísimo. Partió con “Recondita armonía”, de “Tosca”, ópera
que parece estar escrita para él, y luego vinieron “Celeste Aida”,
antológico por el abandono de su canto y por el Si bemol soñado por Verdi,
en mezza voce y morendo, convenientemente evitado por la mayor parte de los
tenores; “La fleur que tu m’avais jetée” de “Carmen” (Bizet), cantado desde
el fondo del alma, y el infartante “Mamma, quel vino è generoso” de
“Cavalleria” (Mascagni). La segunda parte trajo “El Cid”, que fue un prisma
de detalles interpretativos; “Improvviso”, de “Andrea Chénier” (Giordano),
en versión gloriosa, y el esperado “Nessun dorma” (Puccini), pleno de
sombras y luces, que llevó al público a la total euforia.
Después de
los cinco ciclos de Lieder que Kaufmann cantó en el Colón de Buenos Aires el
domingo 14 de agosto, hubo siete “propinas”, casi todas arias de ópera, pero
ejecutadas con piano. En Santiago, tuvimos la suerte de verlo y escucharlo
cantando ópera junto a una orquesta, y aquí los encores fueron cuatro: “Dein
ist mein ganzes Herz”, de la opereta “Das Land des Lächelns”, de Franz
Lehár, pieza habitual en sus recitales; “Non ti scordar di me”, de Ernesto
de Curtis; “Du bist die Welt für mich”, de Richard Tauber, para la opereta
“Der singende Traum”, y la canción “Core ingrato”, de Salvatore Cardillo,
que Caruso hizo famosa. El público se negaba a dejarlo partir. Los jóvenes
que estuvieron en el Movistar el jueves 18 de agosto contarán a sus nietos
que un día escucharon y vieron en Chile a Jonas Kaufmann.
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