¿Quién podría reunir lo mejor de todos los mundos posibles de la canción de
cámara? Casi nadie. Anteayer, en el Teatro Colón, Jonas Kaufmann logró
semejante milagro. Para decirlo sin vueltas: Kaufmann hizo todo lo que es
posible hacer en la canción de cámara y todo eso que es posible hacer lo
hizo mejor que nadie.
A diferencia de su actuación la semana pasada
con Daniel Barenboim, cuando cantó los Lieder eines fahrenden Gesellen, de
Gustav Mahler, el enorme tenor alemán no presentó esta vez un ciclo completo
de canciones, pero organizó las piezas al modo de "miniciclos". El primero
estuvo dedicado a Schubert. Fue aquí fascinante el modo en que Kaufmann
introdujo en medio del heroísmo goetheano de "Der Musensohn" un rubato
delicioso, muy sensible a las inflexiones del texto. "Die Forelle", por su
lado, se escuchó con la naturalidad de quien le cuenta a otro una historia,
y en "Der Lindenbaum", Kaufmann consiguió cargar esa sola canción con el
pasado de la historia del Viaje de invierno, y también con su futuro.
Las doce canciones opus 35 sobre poemas de Justinus Kerner son en cierto
modo una excepción en la poética de Robert Schumann. Antes que un
Liederkreis -un ciclo-, forman lo que el propio compositor llamó un
Liederreihe, es decir, una "serie". Esta diferencia no debe pasarse por alto
porque, si bien aparece aquí la misma consistencia armónica que en otros
ciclos (los juegos y contigüidades tonales entre cada canción), su
estructura no es tan claramente narrativa. El paisaje en Kerner tampoco es
el mismo. Por ejemplo, para otro poeta preferido del compositor, Heinrich
Heine, los elementos de la naturaleza (el ruiseñor, la rosa, el lirio) eran
una especie de "bric-a-brac emocional", según la definición de Charles
Rosen, meros sistemas de signos sin existencia efectiva. La naturaleza de
Kerner es menos específica y más oscura, un indicio del tiempo. Por alguna
razón difícil de explicar, estos lieder no se escuchan muy seguido, y
difícilmente también se hayan escuchado alguna vez como los hizo Kaufmann.
Nadie puede conquistar la ternura que mostró en "Erstes Grün". "Frage", que
termina con un acorde dominante que no resuelve, tuvo la aspereza
imprescindible, mientras que en "Stille Tränen" la administración de los
recursos no pudo ser más inteligente.
Pasar del Wald, del bosque
alemán, al boudoir francés no parece sencillo. Esos mundos son sin duda
diferentes, aunque, a la vez, continuos. Esto es algo que para la literatura
(y la canción participa por supuesto de ella) dejó en claro Albert Béguin en
su estudio El alma romántica y el sueño, en el que desnudaba esa continuidad
entre el romanticismo alemán y el simbolismo francés. Kaufmann consiguió que
las cuatro piezas de Henri Duparc respiraran esa misma atmósfera. "Chanson
Triste" no tiene secretos para él, y ésa es justamente la razón por la cual
nos la presentó de un modo tan misterioso. "L'Invitation au Voyage" fue un
ejemplo de delicadeza decadente, pleno de utopía ilusoria y demediada.
Pero el verdadero centro de gravedad del recital fueron los Tres sonetos
de Petrarca, de Liszt. "Pace non trovo", en particular, fue estremecedora:
nunca, ni siquiera en boca del propio Petrarca, habrán sonado las palabras
"donna" y "Laura" tan dulces como las cantó Kaufmann. Sus pianissimos son
ínfimos, pasmosos, y esto no asombra menos que la microscopía de sus grados
dinámicos. Pero aquí, como en todo el resto, el mérito no fue sólo del
tenor. Helmut Deutsch, a años luz de ser un mero "acompañante", es un
pianista finísimo, un verdadero par que sabe cuándo envolver y cuándo
provocar fricción.
Tras el "ciclo Richard Strauss", coronado por una
maravillosa "Cäcilie", empezó otro recital dentro del recital, no menos
significativo que el primero, pero bastante diferente, de cuño bien
operístico. Hubo siete bises, desde "La fleur que tu m'avais jetée", de
Carmen (que Kaufmann cantó con una rosa que le dieron puesta en el bolsillo
superior del frac), hasta "Dein ist mein ganzes Herz", de Das Land des
Lächelns, de Lehár, pasando por "Ombra di nube" y "Core n'grato". Cuando
llegó "Nessun Dorma", largamente pedida, el público mismo hizo sotto voce el
coro: algo más que sería difícil de olvidar en un recital inolvidable de
punta a punta. Habían pasado casi tres horas desde el principio. Kaufmann y
el Colón tuvieron una tarde de gloria, de esas que dejan huella en la
historia del teatro.
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