En ocasiones una pequeña decisión puede desencadenar un proceso subsiguiente
de implicaciones, hasta el punto de arruinar todo un proyecto. Es el
consabido efecto mariposa. En este Fidelio de Salzburgo la decisión del
director de escena Claus Guth de suprimir por completo los diálogos arruinó
por completo la representación. Y no ya sólo por el hecho en sí sino por la
sucesión de efectos que lleva aparejada. No podemos olvidar que Fidelio es
un singspiel y asimismo una de las llamadas óperas de salvación. Y no cabe
cambiarla en estos términos sin arruinar de un modo u otro su naturaleza. En
el programa de mano se da cuenta de un intercambio epistolar entre Weber y
Beethoven en el que éste le autoriza a cambiar y cortar los diálogos cuanto
quiera para unas representaciones de Fidelio. Por supuesto que caben
intervenciones en este sentido, pero a nuestro juicio nunca algo tan
drástico como suprimir por completo los diálogos, en los que hace pie toda
la transición entre escenas. Y es que sin diálogos no hay acción propiamente
dicha sino una sucesión de números cerrados, que Guth pretende resolver con
la alternativa de una instalación sonora a cargo de Torsten Ottersberg, de
modo que entre número y número, al tiempo que gira el voluminoso monolito
central negro que articula la escenografía, escuchamos una sucesión de
sonidos de ultratumba, ora siniestros, ora inquietantes, ora tan sólo
impertinentes.
Guth quiere evitar premeditadamente el relato más
tradicional de Fidelio como una ópera de salvación y reinterpreta la celda
del personaje como una prisión interior, en clave psicoanalítica. Todos
somos de algún modo, al parecer de Guth, prisioneros de nosotros mismos:
proyectamos nuestras sombras, dialogamos con nuestros propios dobles y
mantenemos un perverso juego de huida y acercamiento respecto de nuestros
miedos y pasiones. De acuerdo, pero mucho me temo que el Fidelio de
Beethoven no va por ahí. Y toda la dramaturgia de Guth se superpone sin pena
ni gloria sobre un libreto fragmentado que pierde cualquier atisbo de
narratividad y que queda disuelto casi como un penoso CD de highlights.
La escenografía de Christian Schmidt, se nos indica en el programa de
mano, es una recreación espacial de la idea freudiana del “salón del
insconciente”. Así, nos encontramos con un gran espacio de paredes blancas y
suelo de madera (yo juraría, por cierto, que el mismo suelo que luego se
utiliza para la producción de Il Trovatore, por aquello de ahorrar, que
parece que hasta en Salzburgo ha llegado la hora de renunciar a atar los
perros con longanizas). Un marco nihilista para un Fidelio que rehuye todo
realismo en pos de un relato interior cargado de pesimismo y en el que no
cabe un final feliz para Florestan, que termina la función abatido en el
suelo al tiempo que las luces se apagan como en un cortocircuito. La
gloriosa intervención del coro en el último número se realiza con los
coristas ocultos en los laterales del escenario, como si todo fuese una
alucinacion de Florestan, que escucha voces que le confunden y le perturban.
El trabajo de Guth recibió abucheos palmarios y en buena medida merecidos,
porque su enfoque avanza en una dirección netamente opuesta a la naturaleza
de la obra que se trae entre manos.
La dirección musical de Franz
Welser-Möst fue el otro gran inconveniente de la noche. Gruesa, voluminosa
en exceso y como llevada por el lema de cuanto más fuerte y más rápido,
mejor. Tedioso y plano, el suyo fue un Fidelio sin contrastes, sin ligereza,
impulsado con más vigor que intensidad y muy superficial. De un vigor hueco,
poco ambiciosa y conformista, la suya fue una versión musical construida
sobre las potentes cuerdas de la Filarmónica de Viena, descuidando por
completo el dibujo de maderas y metales. Estos últimos, por cierto, sonaron
desusadamente agrios y destemplados. Welser-Möst llegó incluso a tapar en no
pocas ocaciones a los solistas, concertando de manera brusca y banal. Apenas
una brillante aunque efectista interpretación de la obertura Leonora III
tras el dúo entre Fidelio y Leonora consiguió matizar un tanto el amargo
sabor de boca que nos dejó su batuta en esta ocasión.
Así las cosas,
el naufragio de la producción es tal que la incuestionable actuación de
Jonas Kaufmann como Florestan queda por desgracia en un segundo plano.
Aunque ya le habíamos escuchado interpretar este papel anteriormente, lo
cierto es que no deja de impactar su personalísimo y logrado ataque del
“Gott! Welch' Dunkel hier”, cogiendo la nota en un sonido casi inaudible que
va creciendo hasta el fortissimo, y lo mismo su facilidad para resolver los
implacables si bemol en el “zur Freiheit ins himmlische Reich”. Es curioso,
por cierto, que el Festival de Salzburgo haya vendido esta producción en
torno a la fama del tenor alemán, cuando en realidad sólo canta en la
segunda parte de la ópera y la verdadera protagonista no es otra que
Fidelio, o sea Leonora, en este caso la soprano Adrianne Pieczonka. De ésta
poco cabe decir después de su actuación con este mismo rol en el Teatro
Real. Si bien es una intérprete ideal para la parte, la encontramos
demasiado contenida e inexpresiva, falta de verdadera brillantez y
entusiasmo. Un discreto aunque solvente equipo de secundarios (Hans-Peter
Kónig, Tomasz Konieczny, Olga Bezsmertna, Norbert Ernst y Sebastian Holecek)
ahondó el tono gris de la representación, ciertamente decepcionante de
principio a fin.
El Festival de Salzburgo confirma con este Fidelio,
supuestamente su gran producción de este año, a la postre convertida en
naufragio, que atraviesa una indudable crisis tras el paso de Alexander
Pereira por su dirección artística. Ojalá la llegada de Markus Hinterhäuser
a dicho cargo en 2016 ponga un nuevo rumbo al festival, que parece hoy
desnortado y falto de personalidad.
|