Diciembre 10, 2015. La segunda función de esta nueva producción en la
que la Ópera Nacional de París apostó fuerte no se libró de los abucheos que
un numeroso sector del público se empeñó en manifestar hasta contra el
director musical. La cuestión del fuerte rechazo tiene dos vertientes que
nacen en el director escénico, Alvis Hermanis. Una es la rebuscada propuesta
escénica de La damnation de Faust de Berlioz y otra es por las declaraciones
que hace unas pocas semanas realizó a la prensa con respecto a la
inmigración a Europa, lo cual le ha costado la cancelación de uno de sus
espectáculos en un teatro de Hamburgo y posiblemente la caída en desgracia
en muchos otros escenarios de Alemania. En este sentido, lo único que deseo
añadir es que, piense lo que piense cualquier persona, no debería combatirse
con una actitud que recuerda épocas pasadas en las que sólo se programaba
por afinidad ideológica.
En cuanto a la puesta, Hermanis buscó en un
personaje de nuestra actualidad para tomarlo como el Fausto de hoy. Lo
encontró en el científico Stephen Hawking, quien debido a la esclerosis
amiotrófica progresiva se mantiene postrado en una silla de ruedas
automatizada y que sólo es capaz de comunicarse con otros a través de un
sofisticado equipo informático. ¿Vendería Hawking su alma para recuperar los
goces que un cuerpo sano puede ofrecer? En papel parece que la propuesta
funciona, pero sobre el escenario las cosas han sido muy diferentes.
En 2008 Hawking pronunció un discurso en la NASA en el que exhorta a
iniciar viajes al planeta Marte para una colonización humana lo más pronto
posible. Hermanis nos presenta ese viaje. Selecciona a un grupo de
voluntarios que viajarán en 2025 al Planeta Rojo. Es decir, deconstruye el
argumento para recomponerlo y encontrar un grado de mayor profundidad, fin
que nunca llega a materializarse. La propuesta se pierde en mil vericuetos
del que nunca termina saliendo. La escenografía (del mismo Hermanis), el
vestuario (Christine Neumeister) y la iluminación (Gleb Filshtinsky) quizá
podrían funcionar, pero las proyecciones de un video (Katrina Neiburga),
realizado con gran calidad, son difíciles de encajar con la historia
original de Berlioz e incluso con la historia que nos estaba contando
Hermanis. En pocas palabras: fiasco. Monumental fiasco.
El único
motor estuvo en la música. La orquesta, vibrante, capaz de transmitir
sensaciones, en manos de Philippe Jordan, fue el vehículo ideal, favorecedor
con los solistas en tiempos y caudal sonoro, para el lucimiento de un elenco
con tres grandes estrellas de hoy. El más célebre y aplaudido de la noche
fue Jonas Kaufmann. Su Fausto, a pesar de que su movimiento era girar en
torno a la silla de ruedas del falso Hawking sin mayores muestras de acción
dramática, mostró su gran forma, capaz de dominar su potente voz lograr un
hilo de voz electrizante.
Enorme también estuvo Bryn Terfel como un
Mefistófeles áspero, rudo, tejido con sonidos no siempre bien cubiertos.
Sensacional, la mezzosoprano Sophie Koch, que cantó una Marguerite de libro.
Su voz ha ganado en expresividad; su musicalidad es excelente; su dominio de
la respiración, notable; y tiene la capacidad de unir todo ello a una
convincente actuación. Su aria ‘D’amour l’ardente flamme’ fue, para mí, lo
mejor de la noche.
Loables y muy valiosas las intervenciones del
barítono Edwin Crossley-Mercer (Brander) y la soprano Sophie Claisse (La voz
celestial) y maravilloso el coro, verdadero cuarto protagonista en esta
légende dramatique que Berlioz nos legó para la posteridad.
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