Mundoclasico
Agustín Blanco Bazán
 
Giordano: Andrea Chenier, London, Royal Opera House, 26. Januar 2015
 
Je suis Andrea!
 

"¿Andrea Chenier?” pregunta el esbirro revolucionario para identificar al poeta antes de hacerlo subir a la carreta que lo llevará a la guillotina. “Son Io!” responde el condenado. Es uno de esos momentos donde la ópera en general, y aún esta relativamente mediocre composición de Giordano, justifica su razón de ser como arte de emociones estereotipadas y extremas que no se expresan cacareando agudos sino con expresiones muchos mas sutiles y profundas: el “son Io!” de Chenier es algo similar al “Sempre!” con que Gilda responde a la pregunta de Rigoletto sobre si todavía ella ama a quien después de violarla atisba flirteando con otra. Y hay muchos otros ejemplos por el estilo, como el “Dienen, dienen” de Kundry, el “Ja...Ja…” de la Mariscala, o el “Vada…” de Mimi. Sin una exhibición convincente de estas perlitas de coronación dramática estos personajes son figuras de cartón, aunque canten maravillosamente todo el resto. Y en el caso del poeta revolucionario Andrea Chenier, el resto es tan arduo como magnífico en una sucesión de arias y dúos que solo un gran tenor puede cantar y frasear como es debido. Tan es así que luego de presentar a Carreras y Domingo en una producción que sólo se vio en 1984 y 1985, el Covent Garden evitó Andrea Chenier hasta que Jonas Kaufmann aceptó elegir a Londres para debutar con este rol.

Y por supuesto que Kaufmann lo cantó todo histriónicamente, con excelente fraseo, calidez y sólida impostación de garganta para cubrir un passaggio seguro apoyado en un fiato que le permitió colocar agudos a la vez densos y brillantes. Tal vez su mejor momento fue un "comme un bel di di maggio" cantado con cautivante mezza voce y voz de miel. Sin embargo, la noche del 26 de enero, algo faltó de lo que daban Carreras y Domingo: frases como “Un dì all'azzurro spazio guardai profondo” en el Improviso inicial no salieron flotando, casi escapándose de la boca con espontaneidad o inspiración. Y el “Son Io!” pareció algo indiferente, una simple declamación antes que un desafío al miedo y la guillotina. En realidad si durante toda la obra el comportamiento escénico de Kaufmann y todos los demás fue de penosa convencionalidad y amaneramiento, ello se debe a paródica dramatización cocinada por David Mc.Vicar para un público que pagó hasta 340 euros la platea.

Los espectadores que se hayan tomado el trabajo de comparar lo que pagaron para ver en Londres con la producción de Giancarlo del Monaco para Paris en youtube seguramente se habrán sentido algo frustrados. Es una comparación también accesible a quienes hayan visto la transmisión en HD de la Royal Opera la semana pasada. Compárese al patitieso Kaufmann, con un Marcelo Álvarez que canta el Improviso como si se le escapara a borbotones cada palabra de la boca, para terminar sacándose su peluca empolvada para pisarla cuando pasa del lirismo al resentimiento anticlerical frente a una nobleza horrorizada. Del Monaco presenta a los nobles como anquilosados fantasmas reminiscentes de El baile de los vampiros de Polanski y a la condesa anfitriona como un frío y temible anquilosamiento. En la versión de Mc.Vicar esta Condesa es una boba de caprichosos saltitos rococó.

Y para más comparación, sugiero buscar también en youtube la versión de Otto Schenk que acompañó a Plácido Domingo en la Ópera de Viena en 1981. ¡Pobre Otto! ¡Cuanto he criticado sus adocenamientos hasta encontrarme con este Mc.Vicar, un ex renovador, que con la edad parece estar abandonando toda la originalidad de su juventud! En la versión de Schenk el “Son Io!” de Domingo es una antológica combinación de angustia y desafío: que el poeta persista en sus ideales no quiere decir que no se aterre frente a la guillotina como lo haría cualquiera de nosotros. Y el fondo del escenario se abre para dejar ver la carreta de los condenados avanzando como la muerte misma. Andrea va al cadalso acompañado por su Maddalena, que para morir con él se hace pasar por una joven madre condenada que consigue escapar. El “Son Io!” de Magdalena es pues una mentira pero dicha con toda la veracidad y convicción de su amor y espíritu de sacrificio. En la regie de Schenk vemos a los dos montando a la carreta después de haber terminado su dúo con un “¡Viva la muerte! ¡Juntos!”. Del Monaco propone una visión trascendental al hacerles escalar la gigantesca reja de la prisión: como Aida y Radamés, Tristán e Isolda o Senta y el Holandés, los amantes se hacen mito para trascender toda la miseria terrena. En la producción de Mac.Vicar apenas distinguimos una carretita pasando por detrás como un decorado que los tramoyistas si olvidaron de mover, mientras que los amantes cantan de frente y a la platea de 340 per cápita, sin tener nada que ver con el trasfondo revolucionario.

Junto al excelente pero nunca exaltado poeta de Kaufmann se lució Antonio Pappano con una conmovedoramente apasionada interpretación de una partitura floja pero que bajo su batuta descubrió una insospechada riqueza cromática. “La mamma morta” es una aria en el límite de las posibilidades del registro de Eva-Maria Westbroek, que cantó una Maddalena de Coigny aceptable pero sin convencerse ni a sí misma ni al público en fraseo y color. Excelente el color, legato y mordente del Carlo Gérard de Željko Lučić y cálida en color pero algo imprecisa en la colocación de sus notas la Condesa de Rosalyn Plowright, la Maddalena de José Carreras, ahora reducida a este papel menor defectuosamente caracterizado por Mc.Vicar.

Otro cameo ocupado por una otrora famosa y ahora maltratado por el regisseur fue la Berci de una Denyce Graves, con voz todavía bella pero ahora insegura. Esta criada o compañera de Maddalena es una mulata que tiene que coquetear con los revolucionarios hasta el punto de prostituirse para defender a su ama, y también pasar mensajes entre ésta y Andrea. En suma, un personaje que cae en un insalvable ridículo a menos que su movimiento escénico sea meticulosamente programado. En la regie de Mc.Vicar, Berci se movió de un lado para el otro sin instrucción alguna. ¡Si por lo menos se hubiera quedado más quieta!






 






 
 
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