"¿Andrea Chenier?” pregunta el esbirro revolucionario para identificar al
poeta antes de hacerlo subir a la carreta que lo llevará a la guillotina.
“Son Io!” responde el condenado. Es uno de esos momentos donde la ópera en
general, y aún esta relativamente mediocre composición de Giordano,
justifica su razón de ser como arte de emociones estereotipadas y extremas
que no se expresan cacareando agudos sino con expresiones muchos mas sutiles
y profundas: el “son Io!” de Chenier es algo similar al “Sempre!” con que
Gilda responde a la pregunta de Rigoletto sobre si todavía ella ama a quien
después de violarla atisba flirteando con otra. Y hay muchos otros ejemplos
por el estilo, como el “Dienen, dienen” de Kundry, el “Ja...Ja…” de la
Mariscala, o el “Vada…” de Mimi. Sin una exhibición convincente de estas
perlitas de coronación dramática estos personajes son figuras de cartón,
aunque canten maravillosamente todo el resto. Y en el caso del poeta
revolucionario Andrea Chenier, el resto es tan arduo como magnífico en una
sucesión de arias y dúos que solo un gran tenor puede cantar y frasear como
es debido. Tan es así que luego de presentar a Carreras y Domingo en una
producción que sólo se vio en 1984 y 1985, el Covent Garden evitó Andrea
Chenier hasta que Jonas Kaufmann aceptó elegir a Londres para debutar con
este rol.
Y por supuesto que Kaufmann lo cantó todo histriónicamente,
con excelente fraseo, calidez y sólida impostación de garganta para cubrir
un passaggio seguro apoyado en un fiato que le permitió colocar agudos a la
vez densos y brillantes. Tal vez su mejor momento fue un "comme un bel di di
maggio" cantado con cautivante mezza voce y voz de miel. Sin embargo, la
noche del 26 de enero, algo faltó de lo que daban Carreras y Domingo: frases
como “Un dì all'azzurro spazio guardai profondo” en el Improviso inicial no
salieron flotando, casi escapándose de la boca con espontaneidad o
inspiración. Y el “Son Io!” pareció algo indiferente, una simple declamación
antes que un desafío al miedo y la guillotina. En realidad si durante toda
la obra el comportamiento escénico de Kaufmann y todos los demás fue de
penosa convencionalidad y amaneramiento, ello se debe a paródica
dramatización cocinada por David Mc.Vicar para un público que pagó hasta 340
euros la platea.
Los espectadores que se hayan tomado el trabajo de
comparar lo que pagaron para ver en Londres con la producción de Giancarlo
del Monaco para Paris en youtube seguramente se habrán sentido algo
frustrados. Es una comparación también accesible a quienes hayan visto la
transmisión en HD de la Royal Opera la semana pasada. Compárese al patitieso
Kaufmann, con un Marcelo Álvarez que canta el Improviso como si se le
escapara a borbotones cada palabra de la boca, para terminar sacándose su
peluca empolvada para pisarla cuando pasa del lirismo al resentimiento
anticlerical frente a una nobleza horrorizada. Del Monaco presenta a los
nobles como anquilosados fantasmas reminiscentes de El baile de los vampiros
de Polanski y a la condesa anfitriona como un frío y temible
anquilosamiento. En la versión de Mc.Vicar esta Condesa es una boba de
caprichosos saltitos rococó.
Y para más comparación, sugiero buscar
también en youtube la versión de Otto Schenk que acompañó a Plácido Domingo
en la Ópera de Viena en 1981. ¡Pobre Otto! ¡Cuanto he criticado sus
adocenamientos hasta encontrarme con este Mc.Vicar, un ex renovador, que con
la edad parece estar abandonando toda la originalidad de su juventud! En la
versión de Schenk el “Son Io!” de Domingo es una antológica combinación de
angustia y desafío: que el poeta persista en sus ideales no quiere decir que
no se aterre frente a la guillotina como lo haría cualquiera de nosotros. Y
el fondo del escenario se abre para dejar ver la carreta de los condenados
avanzando como la muerte misma. Andrea va al cadalso acompañado por su
Maddalena, que para morir con él se hace pasar por una joven madre condenada
que consigue escapar. El “Son Io!” de Magdalena es pues una mentira pero
dicha con toda la veracidad y convicción de su amor y espíritu de
sacrificio. En la regie de Schenk vemos a los dos montando a la carreta
después de haber terminado su dúo con un “¡Viva la muerte! ¡Juntos!”. Del
Monaco propone una visión trascendental al hacerles escalar la gigantesca
reja de la prisión: como Aida y Radamés, Tristán e Isolda o Senta y el
Holandés, los amantes se hacen mito para trascender toda la miseria terrena.
En la producción de Mac.Vicar apenas distinguimos una carretita pasando por
detrás como un decorado que los tramoyistas si olvidaron de mover, mientras
que los amantes cantan de frente y a la platea de 340 per cápita, sin tener
nada que ver con el trasfondo revolucionario.
Junto al excelente pero
nunca exaltado poeta de Kaufmann se lució Antonio Pappano con una
conmovedoramente apasionada interpretación de una partitura floja pero que
bajo su batuta descubrió una insospechada riqueza cromática. “La mamma
morta” es una aria en el límite de las posibilidades del registro de
Eva-Maria Westbroek, que cantó una Maddalena de Coigny aceptable pero sin
convencerse ni a sí misma ni al público en fraseo y color. Excelente el
color, legato y mordente del Carlo Gérard de Željko Lučić y cálida en color
pero algo imprecisa en la colocación de sus notas la Condesa de Rosalyn
Plowright, la Maddalena de José Carreras, ahora reducida a este papel menor
defectuosamente caracterizado por Mc.Vicar.
Otro cameo ocupado por
una otrora famosa y ahora maltratado por el regisseur fue la Berci de una
Denyce Graves, con voz todavía bella pero ahora insegura. Esta criada o
compañera de Maddalena es una mulata que tiene que coquetear con los
revolucionarios hasta el punto de prostituirse para defender a su ama, y
también pasar mensajes entre ésta y Andrea. En suma, un personaje que cae en
un insalvable ridículo a menos que su movimiento escénico sea
meticulosamente programado. En la regie de Mc.Vicar, Berci se movió de un
lado para el otro sin instrucción alguna. ¡Si por lo menos se hubiera
quedado más quieta!
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