El Mercurio, 8 DE MARZO DE 2014
POR JUAN ANTONIO MUÑOZ H. desde Nueva York
 
Massenet: Werther, Metropolitan Opera, 7. März 2014
 
La “inocencia escénica” del antológico “Werther” de Jonas Kaufmann
 

Jonas Kaufmann triunfa en Nueva York con su “Werther” (Jules Massenet). Ya lo había cantado en París, en Viena y en Mannheim, y en esta ciudad subraya su éxito al punto de enviar cortésmente a otros Werther famosos a una feria de anticuarios.

A través de este extraordinario tenor alemán, los personajes hablan a nuestro tiempo, sin importar si la puesta en escena es “de vanguardia” o “tradicional”. Simplemente ocurre que Kaufmann permite que la ópera acceda a un nuevo estado. Tal es su altura y su importancia, mucho más allá de las alabanzas que suscite su imagen y su versatilidad.

Werther es un papel de múltiples exigencias, en especial porque para interpretarlo bien es necesario que el cantante ponga en escena aspectos contradictorios. ¿Qué hace Kaufmann? Asume esto como punto de partida, a sabiendas de que el compositor, en su encuentro con este poeta suicida soñado por Goethe, tuvo en cuenta la ambigüedad emocional. Es este aspecto el que Massenet plasmó en una partitura de sugestivo poder lírico y armónico.

Ya desde este punto la complejidad ronda al personaje central. Kaufmann, a través de su imaginación desbordante, consigue que su apostura parezca indiferente, pero a la vez central para la creación completa; construye un poeta apasionado que no se da cuenta de que lo es y a través de esa suerte de “inocencia escénica” surge de él un gesto ingenuo y equívoco que estremece al público.

El artista es capaz de tomar distancia y desprenderse de su opinión sobre el personaje para dejarlo vivir en esa zona difusa en la que se mueve Werther, mezcla de ardor intenso y tenue melancolía, de virilidad salvaje y ternura, montado sobre una voz mixta que de pronto truena como Tristán y luego se desvanece hasta el punto de anular el color, como si cantara sobre un último aliento.

Así, el Werther de Kaufmann vive, de principio a fin, en un extraño equilibrio donde cohabitan una contemplación casi panteística de la naturaleza al punto de la levitación, la necesidad imperiosa de vivir y el deseo de morir, la extroversión y el ensimismamiento, el deseo sexual y la candidez, la fuerza iracunda de Marte y la vulnerabilidad de Paris.

La mezzosoprano francesa Sophie Koch es una Charlotte convincente: fina, suave, tenaz y al tiempo vacilante, confundida y angustiada. Contradictoria al fin, como el propio Werther. Los cuatro dúos de la pareja central fueron un crisol de sutileza; en especial el último, de una tristeza que destruye. Gran trabajo el de la soprano Lisette Oropesa (Sophie), que crea un personaje adorable y coherente; en cambio, duro y distante resulta el barítono David Bizic como Albert.

La producción de Richard Eyre gustará porque es, digamos, “tradicional”, si bien incorpora el uso de tecnología de punta para indicar el paso de las estaciones y mostrar algunas escenas en retrospectiva. Eyre opta por contarlo todo y para eso, durante el preludio, escenifica la muerte de la madre de Charlotte y su funeral; momentos del baile al que van los protagonistas, y al final las vacilaciones de Werther ante el suicidio (primero apunta su arma a la cabeza, pero se arrepiente y luego, en un impulso, dispara a su corazón). La ópera no necesita todo eso; es probable que sí un sector importante de la audiencia del Met y del mundo.

Con escenografía y rico vestuario de Bob Howell, esta puesta busca fundir las fronteras entre la naturaleza y la vida de hogar, entre interiores y exteriores. También la arquitectura, a través del uso de arcos quebrados, torcidos y líneas oblicuas, da cuenta de que los afectos no están del todo bien en la casa del Bailiff, que por cierto parece más lujosa que lo que se espera.

El director de orquesta francés Alain Altinoglu aborda la partitura con una bella moderación y logra una interpretación flexible, de texturas profundas y múltiple en sus matices.




 






 
 
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