La
popular “Manon Lescaut”, de Giacomo Puccini, es una ópera sobre un amor
desesperado que nace bajo las aciagas estrellas de la lujuria y el dinero.
Manon, aunque ama, no puede sino ceder a la tentación del lujo, y él,
sabiendo cómo es ella, no se resigna a abandonarla. La historia habla de
comercio de mujeres, de machismo y de energía sexual juvenil, pero como todo
ocurre a mediados del siglo XVIII, tiempo de refajos y pelucas, nada de todo
eso ha sido nunca muy explícito.
No es el caso de la producción que
el Covent Garden de Londres estrenó el martes 17 de junio, y que dividió en
dos al público: unos aplaudían a rabiar la propuesta del régisseur Jonathan
Kent y los diseños de Paul Brown, mientras otros abucheaban con obvia
molestia.
La escena de la ópera cambió radicalmente en estos últimos
años y, gústele a quién le guste, hay que aprender a convivir con ello. Esta
“Manon Lescaut”, inolvidable en lo musical y en lo vocal, se recordará
también por su radical coherencia dramática y por haber llevado los
conceptos de Kent y de su gente a los extremos, sin cuidar en absoluto el
qué dirán ni atender los gustos de los aficionados más tradicionales. No
hubo escrúpulos ni concesiones. El teatro mismo defiende con valentía su
apuesta, lo que se demuestra en que el programa de mano incluye un crudo
artículo titulado “Sex for sale”, firmado por Julia O’Connell Davidson,
profesora de sociología de la Universidad de Nottingham, experta en tráfico
sexual y de niños, y autora de libros como “Prostitución, poder y libertad”
(1998) y “Métodos, sexo y locura” (1994)
Trasladada la acción al
siglo XXI, días en que el pudor es una pieza de museo, el primer acto sucede
junto a un motel parejero en el camino, vinculado a un casino donde se
transa sexo en efectivo. Manon (Kristine Opolais) llega ahí en una van,
conducida por su hermano (Christopher Maltman), que pretende venderla al
rico y viejo Geronte de Revoir (Maurizio Muraro). La rescata el joven e
impetuoso Renato des Grieux (Jonas Kaufmann), enamorado a primera vista,
quien se la lleva a París. Pero ella, después de un tiempo en brazos de su
amante pobre, añora la vida cómoda.
El segundo acto de esta puesta
nos traslada a una suerte de vitrina de un “barrio rojo”, donde Manon sirve
los placeres de un patrón que la exhibe a sus amigos y que organiza sesiones
de música y danza para recuperar (o recordar) la vitalidad genital perdida.
Así, el músico, rol compuesto para ser cantado por una mezzosoprano
(Nadezhda Karyazina), tiene con la protagonista una escena filolésbica,
mientras que el maestro de danza (Robert Burt) repasa con ella la rutina
erótica que alimenta las esperanzas de Geronte.
Pero Des Grieux la
quiere a pesar de eso y vuelve a buscarla. Tras las recriminaciones, ella
consigue seducirlo otra vez; el dúo de amor es cantado entre las piernas de
Manon. Los descubren en pleno y ella es tomada prisionera. El tercer acto es
en el puerto desde donde será deportada junto a otras prostitutas, que están
encerradas en una suerte de contenedor frente a una pasarela que las conduce
a un gran afiche publicitario que anuncia “Intimacy” junto a un rostro
femenino dispuesto junto a una orquídea roja que se abre. La televisión
sigue de cerca el camino de estas mujeres, libradas al asedio de un público
que comenta sobre ellas y las insulta; una suerte de crítica a la farándula,
a su prensa y a la audiencia que la alimenta. El cuarto acto es en el
desierto de Louisiana, donde Manon muere de sed en una carretera elevada
semidestruida: los amantes terminan sus días en una ruta que los lleva a
ninguna parte.
Puede que todo esto a algunos cause estupor o ira,
pero lo cierto es que, pesar de un primer acto algo frío y de un segundo
acto al borde del “too much”, está todo bien hecho y funciona como un
mecanismo de relojería. ¿Escabroso? Sí, porque el tema lo es. Pero también
es desolador, decadente y trágico, y eso queda siempre claro. Además, el
aparato escénico de la Royal Opera House es tan fenomenal, que deslumbra y
fascina. En especial durante el tercer acto, con la enorme parrilla de luces
interviniendo el espacio para dar cuenta del puerto y también de la atención
morbosa de la gente y de esos medios de comunicación que lucran con la
desgracia ajena.
Es muy difícil encontrar en el mundo una pareja de
cantantes que pueda hacer esto. Primero, porque la régie exige cuerpos
jóvenes, entrenados y bellos, y luego porque a las dificultades de la
partitura se suma un constante atrevimiento escénico, en especial para la
soprano. Aquí el recato no existe.
Kristine Opolais y Jonas Kaufmann
fueron ovacionados. Ella, con mini toda la ópera, luciendo largas y
estilizadas piernas y hombros sensuales, e insinuando el pronunciado busto,
al que el libreto le dedica más de una frase. Él, con ceñida camisa de lino
y pantalones slim fit.
Opolais es una soprano buenamoza,
alta y rubia, convincente actriz y que canta con cierto refinamiento. Domina
su personaje a través de una voz poderosa y dúctil, y no tiene dificultad en
ninguna parte del registro. Sin embargo, le falta desarrollar esa vibración
interna que tienen las grandes intérpretes de Puccini. La personalidad vocal
aún está atrapada y pendiente, pero hay que poner atención a su camino,
pues su nombre ya está en los mejores teatros.
Yél, Jonas Kaufmann,
desde el inicio conquistó a la sala con su canto pasional, a ratos
enajenado. Como si se olvidara de sí mismo, el tenor conmovió hasta las
lágrimas en la desesperada súplica con que ablanda al capitán del barco y en
el dúo final, “Fra le tue braccia”. La voz es una columna densa, viril y
oscura desde el grave al extremo agudo, mientras que su canto es un flexible
diseño de matices y medias tintas que se traduce siempre en emoción.
Al frente de la magnífica Orquesta de la Royal Opera House, Antonio Pappano
demostró por qué es uno de los mejores directores de la actualidad. Esta
rica partitura lució en todos sus detalles, con esas hermosas melodías que
flotan entre las voces y el sonido orquestal. La variedad de la textura
instrumental fue de la mano con el interés del maestro por dar cuenta de la
armonía cromática y de los recurrentes motivos que vinculan a este título
pucciniano con Wagner.
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