Dos fueron las apuestas ganadas por el director general
del Teatro Alla Scala, Stéphane Lissner, y por Daniel Barenboim, “maestro
scaligero” hasta finales de 2013, en esta importante inauguración de
temporada: la protagonista Anita Rachvelishvili, de veinticinco años de
edad, y la directora de escena, la siciliana Emma Dante, quien de hecho
debutaba en la escena lírica. La primera es egresada de la Accademia della
Scala y la segunda tiene experiencia en la dirección escénica, aunque sólo
en el ámbito del teatro de prosa. De todas maneras, ambas convencieron.
Emma Dante mostró dotes fuera de lo común para poder
captar la verdad escénica sin violentar la dramaturgia del libreto. En esta
producción se reestablecieron partes de los indispensables diálogos
hablados. Poco importó que en lugar de España la acción se haya ambientado
en su Sicilia, sombría, intolerante, supersticiosa, con todo el despliegue
de las procesiones, crucifijos, toldos y quemadores de incienso. Olvidando
el folclore convencional, esta Carmen fue hecha con cuerpo, ritualidad y
sensualidad mediterránea —las cigarreras en el baño fueron inolvidables— y
así hubieron tantas ideas que sería verdaderamente largo enumerarlas todas y
quizás hasta sería poco sustancial.
Es suficiente afirmar que Emma Dante logró la difícil empresa de separar la
obra de los clichés tradicionales, restituyéndola de manera viva, carnal y
también violenta. La pelea entre las cigarreras en el primer acto, como
ejemplo, fue emblemática. Es normal que cuando el público —por fortuna sólo
hubo un pequeño pero ruidoso grupo— se encuentra desorientado comience a
protestar. Sin embargo, creo que en la próxima reposición de este montaje en
noviembre del 2010, con Gustavo Dudamel en el podio, algunos censores
pronunciarán un “mea culpa”.
Anita Rachvelishvili fue un verdadero descubrimiento. La joven georgiana
cantó muy bien, con perfecta homogeneidad de timbre, logrando infundir calor
y pasión a cada frase. La suya no pareció una Carmen diabólica, y mucho
menos una femme fatale, pero si una verdadera mujer que seducía con su
fascinación natural. Como Don José, Jonas Kaufmann conquistó por su
timbre bronceado, su insolencia y prestancia en el acento, pero sobre todo
porque nos permitió admirar la capacidad de frasear sombreando con
claroscuros la línea musical, una cosa rara en los tenores en la actualidad.
Más ordinario fue el fraseo de Erwin Schrott, en el papel de Escamillo,
aunque es un actor experimentado. Un poco incómoda vocalmente estuvo Adriana
Damato como Micaela. La intérprete es pálida y su voz pareció no tener los
apoyos justos para transitar siempre de manera satisfactoria. Sin embargo,
su prestación fue en crescendo.
Al final de la representación y pensando en la dirección de orquesta, me
surge una pregunta: ¿le habría gustado a Nietzsche la Carmen de Daniel
Barenboim? Cito a Friedrich Nietzsche porque fue el filósofo alemán quien
señaló que la obra maestra de Bizet era el justo antídoto para curar el
“contagio” wagneriano, al cual ni él mismo permaneció inmune. De hecho,
aquella ligereza, brillantez solar y aquella luz “africana” que tanto
conmoviera a Nietzsche pareció no estar presente en las cuerdas del director
de origen argentino. El peso sonoro de los violines y alguna desviación en
el tiempo, más lento de lo normal, no hicieron más que hacernos volver hacia
el compositor de El Anillo del Nibelungo.
El mérito de Barenboim fue el de haber exprimido frecuentemente la
partitura, dejando aflorar bellezas secretas aunque después, con inusitadas
rupturas, nos sumergió nuevamente en el clima fatal de la obra. En tal
sentido fue magistral la escena de las cartas en el tercer acto. Aquel
crescendo rítmico y dinámico, muy calibrado y envolvente, que en la taberna
de Lillas Pastia lleva a un enredo casi infernal, tuvo algo de prodigioso.
Un timonel temerario que guía una embarcación que navega segura en una prima
debe ser algo para enmarcarse. |