Mundoclasico
Gustavo Gabriel Otero
Beethoven: Fidelio, ParisParís, 08/12/2008
Florestán y Leonora en la prisión tecnocrática
La fuerza dramática de Fidelio, a pesar de algunos puntos débiles, se sostiene sin ninguna necesidad de ayuda externa. Esta nueva producción escénica de la Ópera Nacional de París tuvo como novedad más importante la renovada versión de los diálogos que reescribió Martin Mosebach, quien trató de hacer una acción que fluya más coherentemente, además de profundizar el tema de cierta complicidad de Don Fernando con lo que ocurre en la prisión. Realmente una reelaboración que mucho no aportó a la obra de Beethoven y, que debemos reconocerlo, no pudimos comprender en su totalidad en la combinación entre el alemán hablado y su traducción al vernáculo francés. Renovación que alargó considerablemente la duración del primer acto.

La otra supuesta ayuda externa que trató de recibir la obra fue la decisión musical del director, Sylvain Cambreling, de iniciar la ópera con la obertura Leonora número I, de cambiar el orden de los primeros números musicales adicionando el trío entre Marcelina, Rocco y Jaquino, y de no incluir la tradicional interpolación de Leonora número III. A juzgar por los tímidos abucheos del público al maestro Cambreling estas decisiones parecieron no conformar al respetable.

Lo que sí resultó eficaz fue la modernización escénica trasladando la acción a una prisión donde la luz de neón, el acero, la limpieza y los aspectos tecnológicos resultan fundamentales para brindar el ambiente opresivo que debe tener la acción. Este remedo de Guantánamo o de otra cárcel post-moderna funciona perfectamente ya que la historia de un hombre injustamente encarcelado, un déspota y una esposa dispuesta a cualquier sacrificio para salvar a su amado es de una poderosa e irresistible fuerza dramática ya sea que la acción se ubique en el siglo XVII, en la España de principios del siglo XIX, en Viena, en Francia pre-revolucionaria o de la Revolución, en las Guerras Mundiales, en un país latinoamericano con represión ilegal, en una gran potencia tecnológica o ayer en cualquier lugar del mundo.

La puesta

El marco escénico de Jan Versweyveld nos introduce primero en la esfera de lo privado entre Marcelina y Jaquino en lo que sería un espacio doméstico. Luego Rocco le añade la esfera profesional en lo que parece una oficina muy moderna con los más sofisticados recursos tecnológicos. El uso de tarjetas magnéticas, televisores para control de los reclusos y de ordenadores acentúan ese clima tecnocrático con predominio de vidrios, acero, colores ocres o grises. El ingreso de Pizzaro introduce las consideraciones políticas en esta prisión ultra moderna, mientras controla todo desde su oficina vidriada. Los espacios van cambiando conforme las escenas convirtiéndose cada vez en lugares más amplios. Lo que en el primer acto es una bajada de escalera en acero se trasforma en el segundo en una enorme jaula-escalera que, desde el techo al piso, permite llegar al lugar donde se encuentra Florestán. En el final los espacios se abren para dar entrada al pueblo.

Las luces de neón y de tubos de iluminación siempre iguales terminan por generar el clima de opresión que requiere la obra. En algunos momentos la iluminación, firmada también por Versweyveld, muta para mostrarnos los intereses o sueños de los personajes. No hay oscuridad en la celda de Florestán sino plena luz, que también ciega, que sobre la cabeza del prisionero lo ilumina en forma permanente. Todo el manejo de la luz se realiza en forma excelente.

Los trajes de Greta Goiris acentúan el clima frío de esta prisión tecnológica con vestidos en la gama de los colores pasteles claros, más los grises de los mamelucos de Rocco, Jaquino y Fidelio y el marrón claro de los soldados. En el primer acto sólo hay algo de color en el vestuario de Marcelina. En el final las mujeres del pueblo se sacan sus tapados ocres para mostrar sus ropas coloridas con lo que se crea el clima de festejo que debe tener esta escena.

La propuesta actoral de Johan Simons luce creíble y coherente. Todo es pulcritud en esta prisión post-moderna, con un Pizarrro devenido en un tecnócrata que hace cumplir sus órdenes a un sumiso Rocco, mientras vigila permanentemente desde su oficina, televisores mediante, el estado de su odiado prisionero y acaricia una pequeña caja con el puñal con el que quiere acabar la vida de su adversario injustamente encarcelado.

Todo parece ser una gran oficina hasta que la apertura de la pared del fondo nos deja ver a los prisioneros tras las rejas que son iluminados por tonos azules. El regreso de Pizzaro hace que se vuelvan a esconder los reclusos y todo retome su monotonía habitual. Todo es luz, en lugar de sombras, en el cubículo de Florestán pero igual se produce el necesario clima de vejación que requiere la obra. La bajada por la gran escalera de acero nos sugiere un descenso a estos infiernos tecnológicos. Al final la monocromía muta por una explosión de colores que reflejan que aún el mundo merece ser vivido.

La versión musical

El maestro Sylvain Cambreling presentó una versión adecuada de la obra sin mayor vuelo pero con corrección general. Se nota un leve descenso en las prestaciones de la Orquesta de la Ópera Nacional de París en los últimos años fruto, quizás, de la decisión de Gerard Mortier de no contar con un director musical estable; que en casas de ópera con la cantidad de títulos que ofrece la institución parisiense es casi una necesidad imperiosa. Seguramente con la partida de Mortier ello cambiará en París aunque llevará este singular modo de trabajo a Madrid.

Angela Denoke ofreció una profesional Leonora con adecuada línea de canto, con algún débito en la zona grave del registro y problemas vocales en puntuales notas agudas. El dúo del segundo acto con Florestán la encontró un tanto fatigada. No obstante su prestación general es muy buena y sólo haría falta pulir estas pequeñas dificultades.

Jonas Kaufmann impresionó por su entrega al personaje de Florestán. Su caudal es enorme, su línea de canto depurada y exquisitos su fraseo y matices. Su agudo es firme y su registro homogéneo. Una especie de transatlántico vocal que también puede cantar con sutileza y estilo. Su excelente presencia física es una agregado de credibilidad al personaje.

Franz-Josef Selig ofreció un Rocco de depurada línea vocal y exquisito color, mientras que Julia Kleiter fue una Marcelina de voz cristalina.

El Pizarro de Aland Held derrochó maldad desde lo actoral y calidad vocal en su canto.

Con lo que hay que tener el Don Fernando de Paul Gay y el Jaquino de Ales Briscein. Correcto el resto del elenco y de muy buena prestación el coro estable de la mano de Winfried Maczewski.

En suma: Florestán y Leonora en una gran prisión tecnocrática con algunas modernizaciones adecuadas y otras irrelevantes con calidad general y el mensaje de Beethoven intacto.






 
 
  www.jkaufmann.info back top