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Mundoclasico.com |
Alfredo López-Vivié Palencia |
Beethoven: Missa Solemnis, Lucerna, 25/08/2005
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Rogativas
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El año hidráulico 2004-2005 que ahora termina ha
sido en España uno de los más secos que se recuerdan desde que hay registros
oficiales de pluviometría. Pero mientras en los medios de comunicación se
relata con angustia el descenso alarmante del agua almacenada en los
pantanos, nadie se atreve a decir que, aunque la competencia sobre las
precipitaciones no viene recogida en el título octavo de la Constitución, de
esta situación son en buena parte responsables nuestros gobernantes (tirios
y troyanos): hace demasiados años que no se ponen de acuerdo sobre los
trasvases ni sobre sus alternativas, que ponen la modernización de las redes
de abastecimiento en la cola presupuestaria, y que tampoco se atreven a
meter mano en el sector primario, que consume el 80% del agua en España.
¿Solución? Sacar los santos a la calle y hacer rogativas.
Por el contrario, durante los últimos diez días en el centro y sur de Suiza
–donde siempre hay agua para dar y tomar- ha estado lloviendo a cántaros y
sin parar. Las consecuencias –coste de vidas humanas, pérdidas económicas
millonarias- ya las conocen ustedes: en lo que a Lucerna se refiere, el
notable incremento de nivel del lago de los Cuatro Cantones (dos metros en
apenas día y medio) ha derivado en serias inundaciones sobre todo en su
ribera derecha, teniendo en cuenta además que el estrecho cauce del río
Reuss no da abasto para desembalsar los miles y miles de metros cúbicos de
agua que el lago ha recogido de las montañas que lo circundan. ¿Solución?
Sacos de arena y empalizadas de obra en las puertas de viviendas y
comercios; bombas de achique y mangueras por doquier; y lucernienses y
turistas con los pantalones arremangados, compartiendo chapoteo con las aves
palmípedas del lugar.
Por si acaso, la organización del Festival de Verano de Lucerna ha acudido
también a las rogativas manteniendo el concierto (la misa) programado para
hoy -tras cancelar los de los dos días anteriores-, una vez asegurados
(imagino que no debió ser una tarea especialmente fácil) los medios de
transporte para que el público pudiera llegar al Centro de Congresos y
Cultura, que felizmente no resultó afectado por la inundación. El respetable
respondió de forma masiva, si bien no acabó de llenar el auditorio a pesar
de que las entradas para el concierto estaban agotadas.
Franz Welser-Möst recurrió a todos sus efectivos para presentar la Missa
Solemnis beethoveniana: la orquesta al completo (sesenta instrumentistas en
la cuerda), y un coro de no menos de ciento cuarenta voces. El dato merece
ser destacado, porque ya no es habitual –salvo raras excepciones, y sin
entrar ahora a elucubrar porqué- tocar Beethoven con semejante despliegue de
medios; a ello debe añadirse la propia rareza de interpretar esta obra, que
por las razones que sean elude las salas de concierto de forma inversamente
proporcional a cómo las visita la Novena sinfonía. De modo que, sobre el
papel, las cosas pintaban mejor que bien, tanto a efectos musicales como
rogatorios.
La interpretación se decantó más bien hacia la tradición pre-historicista,
no tanto por el empleo de instrumentos modernos, cuanto por la elección de
tiempos amplios (la cosa duró hora y cuarto), el uso generoso del vibrato, y
el fraseo orquestal y vocal que subraya todas las conclusiones. Además,
Welser-Möst demostró conocer bien la partitura -lo cual no es moco de pavo,
aunque la tuviera a la vista en su atril-, y con su gesto clarísimo –brazo
derecho de libro, ni pretencioso ni timorato; mano izquierda casi siempre
abierta para sugerir más que para exigir- transmitió seguridad a sus
huestes, algo de suma importancia en una pieza de escritura tan endiablada.
La orquesta de Cleveland resulta, por su bagaje de repertorio y por su
sonido –baste ahora con alabar el sorprendente y homogéneo equilibrio entre
cuerda, madera y metal-, un instrumento adecuadísimo para la música de
Beethoven. El coro, sin embargo, no es un conjunto tan perfecto, pues aunque
de él merece destacarse su canto compacto, su afinación milimétrica y su
agilidad, sin embargo, en el ‘debe’ hay que consignar su escasa potencia así
como una clara descompensación tímbrica: las sopranos no se diferencian
mucho de las mezzos –con la consiguiente ventaja, eso sí, de que no gritan-,
y los barítonos tampoco de los tenores –lo que se traduce en una alarmante
falta de redondez en el resultado canoro.
El equipo de solistas estuvo sólo discreto: me gustó el tono dulce de
Emily Magee y me sorprendió la voz riquísima de Yvonne Naef; Jonas Kaufmann
alcanzó sin problemas –aunque con una voz no demasiado bonita- los terribles
agudos que le depara su parte, y Michael Volle (que sustituía a un enfermo
Franz-Josef Selig) defendió la suya sin pena ni gloria. No obstante, el
mejor solista fue, con mucho, el concertino William Preucil: su sonido
amplio, su afinación perfecta y su fraseo elegantísimo hicieron de la
introducción al ‘Benedictus’ algo realmente fuera de lo común. Eso es
cantar, y lo demás son gárgaras.
Sin embargo, no salí satisfecho del concierto. Todo estuvo en su sitio, todo
fue dicho con serenidad y todo fue investido de solemnidad; pero para dar
esta ‘Misa’ –o cualquier otra- hay que echarle, además, elocuencia; porque
hay un texto muy concreto que cantar, y su significado es evidente, con
independencia de cuán o cuán poco creyente sea quien empuña la batuta. Y de
eso apenas hubo: Welser-Möst mantuvo un tono discreto y melifluo a lo largo
de toda la obra, con lo cual cosechó resultados tímbricos innegables –sobre
todo en los momentos de recogimiento-, si bien conceptualmente la cosa no
llegó a despegar.
Es decir, era muy difícil sustraerse a la pura belleza sonora que se
escuchaba en el ‘Kyrie Eleison’ o en el ‘Sanctus’ –una verdadera gozada la
aleación de coro y orquesta-, pero ni siquiera la endemoniada conclusión del
‘Gloria’ –que técnicamente salió intachable, y eso tiene mucho mérito- o la
exaltación del ‘Credo’ consiguieron transmitir el necesario significado. A
su lado, hubo algún momento discutible –‘et vitam venturi saeculi’, dicho a
un paso demasiado cansino-, junto a algún otro muy feliz, como el tremendo
pasaje orquestal señalado en la partitura como allegro assai antes de que el
coro retome por última vez el ‘Agnus Dei’, que sí fue tocado con auténtico
rugido beethoveniano.
Al final, aplausos también melifluos y poco elocuentes por parte del
respetable; aunque, eso sí, las rogativas hicieron su efecto donde tenían
que hacerlo, y el nivel de las aguas empezó a descender poco a poco pero
apreciablemente. |
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