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El Mundo, 07/08/2015 |
RUBEN AMÓN |
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Salzburgo corona a Kaufmann como rey de la ópera
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El tenor alemán impone su talento y su
personalidad en una polémica y angustiosa versión de la partitura de
Beethoven. |
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Hablemos del sustantivo "Frauenschwarm". Lo he localizado a propósito de
Jonas Kaufmann no tanto en las revistas de ópera como en la femeninas. Y no
es fácil traducirlo al español. Acaso "rompecorazones", pero urge aportar a
la definición el concepto de "inalcanzable". Para las mujeres que se excitan
con sus poses de castigador. Para los hombres con pensamientos oscuros. Y
para los cantantes. Kaufmann es inalcanzable porque los ha rebasado a todos
hasta erigirse en la figura máxima de la ópera, con todos los síntomas de
una hegemonía duradera.
Lo demuestra el éxito de su Fidelio
(Beethoven) en el Festival de Salzburgo. Kaufmann abrumó con su voz
abaritonada y oscura, pero también lo hizo desde su personalidad escénica,
asumiendo el peso de la dramaturgia, ejerciendo una fascinación que
sobrepasa las convenciones operísticas.
Plácido Domingo había dejado
el trono vacante. Lo han ocupado provisionalmente magníficos cantantes
-Alagna, Beczala- y lo han desperdiciado figuras efímeras -José Cura,
Rolando Villazón-, pero la consagración de Kaufmann en su dimensión
polifacética y superlativa establece un alivio definitivo a la cuestión
sucesoria.
Definitivo quiere decir que la solidez artística de
Kaufmann -46 años- trasciende los peligros de la coyuntura. Su carrera ha
sido paciente, perseverante. No sólo ha ido creciendo, sino que cuesta
imaginarle un techo, con más razón cuando su incursión en el repertorio
dramático -el verismo, los papeles 'di forza verdianos'- no ha descuidado la
afinidad al romanticismo francés, la soberanía wagneriana ni la especialidad
de liederista. Kaufmann es el tenor de los tenores y el cantante absoluto,
aunque su reputación de "Frauenschwarm" traslada o prolonga su reinado a un
mito extraoperístico. Un tipo masculino, incluso exótico. Un actor
imponente. Un icono metrosexual. Una figura carismática, simpática,
poderosa. Y un tenor. Resulta perentorio recordarlo, si no fuera porque la
figura sobrenatural de los tenores en su riesgo y en sus agudos
inverosímiles añade al retrato un matiz sadomasoquista imprescindible.
Salzburgo es el lugar idóneo para demostrarlo en cuanto pasarela de las
mayores estrellas. Anna Netrebko canta El trovador, Cecilia Bartoli se
emplea en Norma, Beczala interpreta Werther, incluso Juan Diego Flórez ha
acudido al festival para conceder un recital belcantista como pretexto de su
dimensión apolínea.
Un cantante exquisito, Flórez, que regatea con la
generosidad. Y que emula a Alfredo Kraus cuando recomendaba un discutible
principio de avaricia artística: "El cantante no debe cantar con el capital.
Debe hacerlo con los intereses".
Prefiere uno la personalidad
dionisiaca de Kaufmann, su generosidad, su implicación. Y su concepción
dispendiosa del capital, aunque las razones de su posición hegemónica
provienen de haber diseñado una carrera inteligente. Saber decir no. Saber
decir sí. Arriesgar. Y comprender los tiempos. El cantante de ópera
contemporáneo, expuesto a la tiranía de la báscula y a la sumisión que
ejercen los directores de escena, ha de saber coser, ha de saber bordar, ha
de saber la tabla de multiplicar.
Quiere decirse que Kaufmann resiste
un primer plano en HD. Seduce a la cámara y a los espectadores. Reúne la
telegenia y la fonogenia. Podría actuar sin cantar. Y puede, como ha
demostrado, avalar vídeos virales en youtube,
Se explica así la
proyección mediática de la estrella, pero la construcción mercadotécnica de
Kaufmann se arraiga en la fabulosa naturaleza musical y artística del
cantante germano. De otro modo no hubiera resultado tan conmovedora su
aparición en el segundo acto de Fidelio. Parecía Kaufmann de otra especie.
Llenaba el gigantesco escenario del Grosses Festspielhaus con la nobleza de
su voz y con el magnetismo de su movimiento escénico.
Lo aclamaron a
la antigua usanza, de forma que las grandes ovaciones hacia el tenorísimo
delataron aún más los abucheos al montaje de Claus Guth. Una bronca
elocuente y puede que reaccionaria, entre otras razones porque los
espectadores de la première, engalanados como en un baile de fin de año y de
fin de los tiempos, renegaron del thriller psicológico que les propuso el
director de escena germano.
Les hizo pensar. Le sustrajo de la trama
original y del costumbrismo para suscitar una angustiosa reflexión sobre la
identidad, el cautiverio mental, los fantasmas y las sombras, hasta el
extremo de que la inquietante escenografía bien podría ilustrar un cuento de
Poe o una historia asfixiante de Kafka.
Hubieran venido bien unos
comentarios introductorios de Carlos Pumares, sobre todo porque el montaje
giraba -literalmente- en torno a un gigantesco monolito, una puerta negra
que abría Fidelio al subconsciente y que fragmentaba la acción y la música
para el desquiciamiento de la mayoría de los espectadores.
Se
resarcieron con la plenitud de la Filarmónica de Viena en el foso. Nos
desespera esta orquesta cuando se recrea en la rutina y la burocracia, pero
resulta apabullante y, probablemente, insuperable, cuando adquiere su estado
de gracia.
El maestro Welser-Möst extrajo de ella un Fidelio
memorable, intenso, exquisito, delicado, corpulento, provisto de una
impresionante riqueza cromática y propicio al lucimiento de los cantantes. Y
no tanto por las limiaciones de Adrienne Pieczoncka como porque Fidelio puso
música a la coronación de Jonas Kaufmann. |
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