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Platea Magazine, 11 Julio 2021 |
Escrito por Alejandro Martínez |
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Wagner: Tristan und Isolde, Bayerische Staatsoper ab 29.6.2021
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El fin de una era
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Jonas Kaufmann y Anja Harteros protagonizan 'Tristan und Isolde' en Múnich, con Kirill Petrenko a la batuta
En muy contadas ocasiones se da una constelación de artistas tan selecta y
escogida como la que la Bayerische Staatsoper ha podido disfrutar en su
escenario durante los últimos años. Me refiero por supuesto al trío
integrado por Kirill Petrenko, Jonas Kaufmann y Anja Harteros. Juntos o por
separado han protagonizado las mejores propuestas de la etapa liderada por
Nikolaus Bachler como intendente del coliseo bávaro. Una era que termina
precisamente con este estratosférico Tristan und Isolde, en una nueva
producción que lleva la firma de Krzystzof Warlikowski.
Se trataba,
de hecho, de un doble debut en los roles principales, pues ni Kaufmann ni
Harteros se habían enfrentado antes a esta partitura. Estamos, sin duda
alguna, ante una pareja de ensueño. La hazaña de estas funciones radica
precisamente en el modo en que han logrado mimetizarse con sus respectivos
personajes sin poseer, a priori, las voces ideales para interpretarlos.
En el caso de Anja Harteros, amén del singularísimo color de su
instrumento, de un magnetismo irresistible e inefable, asombra en este caso
la señorial apropiación de un rol, el de Isolda, que de antemano cabía
juzgar claramente al margen de sus posibilidades. Pero muy al contrario, la
soprano alemana exhibe una apabullante recreación, dosificando su
temperamento y demostrando una inteligencia fuera de lo común. Increíble es
la palabra que mejor define la gesta de Harteros con estas funciones; sin la
menor duda, lo más extraordinario que le he escuchado nunca. Ama y señora de
su voz, firma un primer acto impetuoso, de una seguridad escalofriante. Y
qué elegancia en cada frase, qué porte, qué manera de cincelar el texto...
Señorial su Isolda, con un 'Liebestod' que parece congelar el tiempo y no
acabarse nunca.
Por lo que respecta a Jonas Kaufmann, en un
entendimiento prodigioso con la batuta de Petrenko, fascina el modo en que
logra apropiarse del papel hasta un punto en el que parece disolverse su
dificultad, su bien conocida e indudable exigencia. Y es que pocas veces
hemos escuchado un tercer acto tan desahogado, tan nítido, tan cantado.
Desde Windgassen pocos tenores, por no decir ninguno, se han atrevido a
frasear el rol de Tristan con semejante poesía. Kaufmann suena como transido
durante todo el tercer acto. En verdad estado de gracia, es tal su atención
a cada detalle de la partitura, tal su musicalidad, tan descollante su
consistencia dramática que uno queda perplejo ante la insultante seguridad
con la que resuelve esta intrincada parte. No hay sonido que flaquee, no hay
escena donde titubee... Es Tristan en sentido estricto, de un modo
inesperado y asombroso.
En la senda de grandes bajos finlandeses del
pasado como Martti Talvela y o Matti Salminen, Mika Kares firma una
magnífica interpretación del Rey Marke, con un timbre sonoro y contundente,
amén de un fraseo bien medido y cincelado con infinidad de matices. Su
extraordinaria presencia escénica redondeó una actuación de muchos quilates.
A su lado dos glorias locales, también curtidas en la era Bachler,
completaban el elenco de secundarios: Wolfgang Koch como Kurwenal y Okka von
der Damerau como Brangäne. El primero exprimió hasta la última gota el texto
de su parte, con un sensacional tercer acto. Y la segunda -con medios
perfectamente capaces para una Isolda- bordó su cometido, con una
maravillosa intervención en los avisos del segundo acto.
Uno de los
grandes milagros de la Bayerische Staatsoper durante el último lustro ha
sido, sin lugar a dudas, la presencia en su foso de Kirill Petrenko. He
tenido la fortuna de seguir su trabajo allí de cerca, con títulos de lo más
dispar, desde Die Soldaten a Lucia di Lammermoor pasando por Tannhäuser, Die
Tote Stadt o Lulu, entre otros muchos. Y nunca, absolutamente nunca, había
sentido algo tan hondo y auténtico como lo que esta vez con Tristan und
Isolde. Y eso es mucho decir, créanme.
Incisivo y analítico, como es
costumbre en su hacer, el maestro ruso obra el milagro de un Tristan de
inusitada transparencia, en el que una vez más escuchamos pasajes antes
inéditos, desentrañando la partitura con la precisión de un cirujano y con
la magia de un chamán. Fascina nuevamente en Petrenko su habilidad para
resultar narrativo sin recurrir a excesos y remilgos en el fraseo. Muy al
contrario, escoge tiempos ágiles, no acelerados, pero en cualquier caso nada
complecientes, bien marcados. Esto se traduce en una inercia irresistible,
muy pegada a la escena, en la que no dejan de saltar chispas, emocionalmente
hablando. Estamos ante un Tristan sofocante, que apela una y otra vez al
oyente.
La dirección de Kirill Petrenko -quien ya había liderado
esta partitura en Lyon, en 2011- es la piedra angular de esta
representación, la clave de bóveda sobre la que sostiene el milagro. Sin él
en el foso, a buen seguro ni Harteros ni Kaufmann se habrían atrevido a
cantar esta obra. No obstante, que nadie piense que Petrenko plantea una
versión cuasi-camerística o pseudo-sinfonica de la partitura. En absoluto,
Petrenko no se arredra lo más mínimo. Estamos ante un Tristan de enorme
fuerza y extraordinaria expresividad.
Y es que lo que Petrenko
propone no es una interpretación, ni siquiera una representación, es una
vivencia, en el sentido estricto del término. El asombro ante la velada, en
todo caso, ha de extenderse también a la orquesta de la Bayerische
Staatsoper, cuyos músicos no dudan un instante en precipitarse junto a
Petrenko por un abismo realmente arriesgado y comprometido, pues lo fácil,
lo cómodo, es plantear un Tristan grueso, de hechuras convencionales,
fraseado con complacencia, en las antípodas de lo que aquí se nos presenta.
A lo largo de la función hay muchos instantes para el recuerdo: los
acordes que presentan a Tristan ante Isolda en el primer acto, de una fuerza
casi visceral; la transición desde el refinamiento al frenesí en el dúo del
segundo acto con los dos protagonistas; y en realidad todo el tercer acto,
de una intensidad y poesía inéditas.
En escena Krzysztof Warlikowski
presenta una producción exacta, en el sentido de que no le sobra ni le falta
nada. Lejos de sus más recientes propuestas, que oscilaban a veces entre la
vana ocurrencia y la fútil provocación, en esta ocasión el director polaco
demuestra una firme sagacidad, al concebir una propuesta hecha a medida de
este evento y sus protagonistas. Y es que casi toda la acción sucede a los
pies del foso, en primer término, favoreciendo indudablemente el desempeño
acústico de las voces. Además la escenografía de Malgorzata Szczesniak
presenta un único espacio, un gran salón de madera, lo que redobla
nuevamente la predisposición acústica.
El escenario donde tiene lugar
la acción es un lugar muy concreto, muy preciso, la galería de arte de Paul
Rosenberg en París, antes de la Segunda Guerra Mundial. Son muchas las
connotaciones que tiene escoger este lugar, donde se dieron cita las
creaciones de Pablo Picassso, Henri Matisse o Georges Braque. La guerra y el
arte; el judaísmo, Wagner y el nazismo... En clave psicoanalítica, con un
sofá que más bien pareciera un diván donde escuchamos las largas
intervenciones de los protagonistas, Warlikowski juega con la memoria y sus
heridas, con la guerra y sus huellas, tanto en sentido literal como
figurado. De Proust a Baudelaire, se acumulan las referencias, bien hiladas,
consciente el polaco de la imposibilidad de representar Tristan und Isolde
atendiendo a su acción propiamente dicha. Se trata más bien de dibujar el
alma de sus personajes
Warlikowski pone en juego dos figuras
humanoides desde el preludio mismo de la representación. Alter ego de los
dos protagonistas, estas figuras manifiestan en escena el lenguaje del
encuentro físico, del abrazo, la caricia, etc. A diferencia de los
protagonistas reales de la velada, entre quienes hay siempre una continuada
distancia, un frío abismo que les separa, como vemos de hecho en la
proyección que acompaña al segundo acto, con Isolda esperando a Tristan en
la habitación de un hotel. Dos amantes que no se tocan, tan solo se sienten,
a lo sumo se miran, pero su amor es más auténtico y genuino que cualquier
otro.
Hay instantes sobresalientes en materia de dirección de
actores, como la escena del primer acto en la que Tristan le sirve su espada
a Isolda para que haga justicia ella misma. Cada gesto, cada palabra están
ahí hilados de forma prodigiosa. Finalmente, la propuesta de Warlikowski se
cierra con un broche indudablemente simbólico, con la muerte en el amor de
los dos protagonistas, cuyo primer plano inunda el escenario en una
bellísima proyección, mientras se miran a los ojos intensa y plácidamente.
La imagen del fin de un era, mientras el 'Liebestod' de Harteros y Petrenko
nos deshacía en lágrimas.
En conjunto, una representación inolvidable
y a buen seguro irrepetible, fruto de una conjunción extraordinaria e
histórica.
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