El Pais, 26 JUL 2018
LUIS GAGO
 
Konzert, Madrid, Teatro Real, 25. Juli 2018
 
Plácido recital de Jonas Kaufmann
 
El tenor alemán obtiene un triunfo incontestable en su largamente esperado debut en el Teatro Real

El mismo día en que se inauguraba el Festival de Bayreuth con Lohengrin, una de sus grandes creaciones, y un día antes de que interpretara Thaïs sobre el mismo escenario Plácido Domingo, con quien tantas veces se le ha comparado, Jonas Kaufmann cantaba en el Teatro Real música de Richard Wagner y Jules Massenet, entre otros. Hasta en dos ocasiones sucesivas (en enero y noviembre de 2016), en lo que acabaría siendo un dilatado período de obligado silencio para dar reposo y cuidado a su maltrecha voz, Kaufmann canceló sendos recitales de Lied en el Teatro Real con el pianista Helmut Deutsch. Exceptuada una sustitución puntual en 1999, cuando la unión de su nombre y su apellido no remitían aún a la estrella mundial en que empezaría a convertirse pocos años después, esta visita a Madrid, en plena canícula, constituye, por fin, el debut del tenor alemán en el Teatro Real.


Su recital se ha ajustado al pie de la letra a las reglas del género, esto es, una alternancia perfecta de piezas instrumentales y vocales para que la estrella pueda descansar entre aria y aria. De las primeras, comandadas por su fiel Jochen Rieder, un director de su total confianza pero de talento absolutamente desparejo al suyo, poco puede decirse que sea positivo, desde alguna elección un tanto disparatada (como la Bacanal de Saint-Saëns inicial, extrañísimo pórtico para lo que vendría después, y que conoció una versión muy ruidosa y nada sutil, casi opuesta a la que dirigió hace poco, como cierre de su concierto, una ubicación mucho más lógica, François-Xavier Roth al frente de Les Siècles en el Festival de Granada) hasta traducciones francamente deficientes de la Cabalgata de las valquirias (¿una pieza instrumental del tercer acto precediendo a un parlamento de Siegmund en el primero?) o del Preludio de Los maestros cantores, un encaje de bolillos contrapuntístico que sonó, sin embargo, vociferante y confuso.

Pero nadie había ido al Teatro Real a escuchar esto, y la propia orquesta parecía asimismo muy poco motivada mientras tocaba estos obligados interludios. Todos querían oír a Kaufmann, que se presentó con zapatos burdeos con corbata a juego y un ceñido traje oscuro adamascado, y nadie estaba dispuesto a salir de allí sin haber vivido una velada de apoteosis. Sin embargo, nada más iniciarse el aria de Romeo del Roméo et Juliette de Gounod, quedó patente que la voz del tenor alemán no corría como debiera y él mismo parecía más preocupado de que no le jugara ninguna inoportuna mala pasada que dispuesto a dejarse llevar, a abandonarse y a correr riesgos, que son siempre el mejor combustible de la emoción.

La primera parte, íntegramente francesa, pasó con más pena que gloria, exceptuado el comienzo del aria de Eleazar del cuarto acto de La Juive, una música intrascendente pero en la que Kaufmann sonó fugazmente como el grandísimo cantante que es: apianando magistralmente, levantando el freno, transmitiendo el sentido de cada palabra, trascendiendo el fraseo musical que siempre sabe construir de forma natural. Lástima que optara al final por un agudo no escrito en la partitura y perfectamente innecesario. En Ô souverain, de Le Cid de Massenet, volvió a hacer gala de su espléndido legato, por momentos extraordinario, y su musicalidad innata, pero la voz seguía sonando comprimida y poco resonante.

Wagner se aviene mal con su prescripción en pequeñas grageas: pide a gritos contexto, espacio, desarrollo, paciencia, como sabe muy bien Kaufmann, que está cantando este mes en el festival de Ópera de Múnich Die Walküre y Parsifal bajo la dirección de Kirill Petrenko. De la primera de ellas cantó el comienzo de la tercera escena del primer acto y lo mejor fue la convicción y la generosidad que confirió a los dos calderones, sobre un Sol bemol y un Sol natural, que escribe Wagner cuando Siegmund canta el nombre de su padre, Wälse. Y Kaufmann tuvo aquí el mérito añadido de no dejarse influir por una introducción instrumental plagada de desajustes. La canción del premio del tercer acto de Los maestros cantores fue poco expansiva y, de nuevo, demasiado controlada, mientras que In fernem Land, que el alemán ha cantado admirablemente en otras ocasiones, no tuvo la gradación dinámica y expresiva que requiere, aunque Kaufmann sí que lució su excelente dicción del texto. Lo mejor, de nuevo, fue otro calderón, con pianissimo añadido, sobre la palabra “Taube” (paloma). Curiosamente, decidió cantar la inusual segunda estrofa y, aunque ya lo ha hecho en alguna ocasión, no debe de estar muy familiarizado con su música o su texto porque se hizo colocar un iPad en un atril con la partitura como red de seguridad.

El público quería más, por supuesto, y las propinas adoptaron de nuevo la forma de otro binomio francoalemán. Primero, Pourquoi me réveiller, del Werther de Massenet, en la que su voz sonó algo menos constreñida y casi liberada del peso que venía atenazándola; después, otro breve parlamento de Siegmund de la misma escena de La Valquiria (“Winterstürme wichen dem Wonnemond”), demasiado soso, más veraniego que primaveral, y de nuevo con poquísima ayuda por parte de Rieder. Como colofón, un pequeño acto de travestismo con la última de las Cinco canciones para una voz femenina, más conocidas como los Wesendonk Lieder. Con Träume (Sueños), un ejercicio cromático en las antípodas del diatonismo a ultranza del preludio de Los maestros cantores (“lo que más le gustaba a Hitler: música en Do mayor”, como afirmó malignamente en cierta ocasión Ernst Krenek), concluían dos horas y media de un recital en el que el tenor alemán cantó poco más de cincuenta minutos. Al final, medio patio de butacas hacía a su ídolo fotos con sus móviles: “Yo estaba allí”. Otros prefirieron piropearlo sonoramente y varias personas, las más audaces, acudieron hasta el proscenio para entregar flores y regalos al tenor, que les correspondió con su mejor sonrisa.

Lástima que ninguno de aquellos dos recitales cancelados en 2016, ambos con programas realmente sólidos y bien construidos (Mahler, Britten, Richard Strauss en el primero; Schumann, Duparc, Liszt y Richard Strauss en el segundo) y con el tenor, como también manda el género, cantando ininterrumpidamente de principio a fin, sin interludios instrumentales, llegara a buen puerto. Cualquiera de ellos hubiera sido mucho más sustancioso, interesante y disfrutable que lo escuchado ahora. Aunque esto también ha sido, sin ninguna duda, mejor que nada. Tras la placidez de un recital con muy pocos picos y más bien instalado en una planicie vocal salpicada de simas instrumentales, hoy le toca el turno a Plácido: el apellido es innecesario.
 
 
 






 
 
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