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El Pais, 16 MAR 2018 |
Rubén Amón |
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Giordano: Andrea Chenier, Gran Teatre del Liceu, Barcelona, 9. März 2018 |
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La única verdad es la pasión
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Jonas Kaufmann y Radvanovsky protagonizan una memorable versión de "Andrea Chénier" |
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Aplaudíamos, jaleábamos, por nosotros y por los ausentes. “Por mí y por mis
compañeros”, decíamos en el escondite cuando éramos niños. Y así hacíamos
anoche en una reacción hiperbólica. Resonaba el Liceu como si fuera diez
veces más grande. Aplaudíamos por quienes echábamos de menos a nuestro lado.
Por los melómanos que hubieran querido estar y no estuvieron. Por los
amigos, por los amores. Y por los que no han nacido. Y por los que murieron,
acaso confortados éstos últimos porque ellos sí se alojaron en el Liceu
cuando Plácido Domingo cantó Andrea Chénier en 1973. O cuando lo hizo José
Carreras en 1978, a la vera de Montserrat Caballé, sublimando la ópera de
Umberto Giordano a un experiencia histórica.
Lástima que el adjetivo
“histórico” haya perdido envergadura de tanto emplearse en vano y de tanto
trivializarse su valor semántico. Y bien podría utilizarse en sentido
ortodoxo para definir la función de anoche, 15 de marzo de 2018, que conste.
El delirio contemporánea de la velada se añadía a los humores de una noche
antigua. Sobre todo por el poder magnético que ejercieron Jonas Kaufmann y
Sondra Radvanovsky a semejanza de los divos de otra época. Una ecuación
infalible: el tremendismo verista de Giordano, la demagogia sentimental de
su música, prendía en el carisma y las portentosas cualidades de los
cantantes. Y se incendiaba la noche condescendiendo con un montaje a la
antigua usanza dramatúrgica -el Chénier de David McVicar es costumbrista,
literal, convencional- y sugestionándose con la proeza artística del tenor y
la soprano, la soprano y el tenor, en el espejo de la mitomanía y del
fetichismo. Se recibió, por ejemplo, la presencia de Kaufmann en la
tarimacon suspiros inconfesables. Y se le reclamo a Radvanovsky el “bis”
cuando expiró el aria de la “Mamma morta”, un ejercicio de implicación vocal
y emocional -técnica, desgarro, sentimiento, afinación, fraseo- que condujo
la función a la abstracción sublime.
Y no era ella el reclamo
histérico de Chénier. Lo era Jonas Kaufmann. Porque nunca había cantado una
ópera en el Liceu (ni casi en España). Porque había concedido solo tres
funciones (la se anoche fue la última). Porque es la máxima estrella del
escalafón operístico, más allá de patriarcado de Domingo. Y porque su
afinidad al verismo garantizaba una noche de grandes combustiones. Lo
demuestra la espectadora que tenía a mi lado. Una mujer sudafricana que
había viajado desde su país hasta Barcelona con el único propósito de oír y
ver a Kaufmann.
De hecho, impresionaba anoche en el Liceu la
proliferación de espectadores extranjeros. Una platea cosmopolita que
explica la devoción al tenorísimo germano. Kaufmann es un cantante que hace
viajar y que amontona admiradoras y admiradores a las puertas del camerino.
Y que suscita un impacto erótico, icónico, más allá de sus facultades
estrictamente canoras.
Quizá ha perdido su voz esmalte, homogeneidad.
La emisión se resiente de un cierto artificio. Le falta la naturalidad de
antaño, queremos decir y decimos, pero el proceso de oscuridad, el color
abaritonado, incorporan una hondura y una riqueza tímbrica indescriptibles.
Y no contradicen ni la autoridad con que expone los agudos ni el
refinamiento de su línea de canto, en sus matices, en sus pianísimos, en el
esmero interpretativo, contemplativo, con que concibió la “plegaria” del
último acto, rito preparatorio que predispuso el acabose del dúo final.
Se caía el teatro me parece que literalmente. Se removían los cimientos
como si de debajo de la tierra fuera a emerger un submarino. Y se ponía el
público de pie para liberarse de las ataduras del asiento. Perder los
papeles. O recortarlos como nubes de confeti. Y jalear a los divos y a las
madres que los parieron, sin menoscabo de los papeles secundarios. Teniendo
muy poco de secundaria la nobleza y la valentía de Michael Chioldi, llamado
de urgencia para sustituir al gran Carlos Álvarez y para remediar el
contratiempo de una faringitis.
Aplaudíamos por nosotros. Por
vosotros. Y observamos que la presencia de Tomowa-Sintow en el papel de
Madelon -tiene 77 años- y la sabiduría del anciano Pinchas Steinberg en el
foso -suya fue una versión intensa, matizada, con momentos de estruendo y
pasajes camerísticos- subrayaban la oportunidad de un pacto con los viejos
tiempos. Cuando la ópera revolvía las entrañas, excitaba los corazones,
confundía los adjetivos -histórico e histérico- y concedía la razón al
personaje de Gérard en la ópera de Giordano: la única verdad es la pasión. |
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