Sin duda era una de las citas más esperadas del calendario de la presente
temporada lírica: el debut de Jonas Kaufmann con el Otello de Verdi, en el
escenario de la Royal Opera House, bajo la batuta de Antonio Pappano, y con
el aliciente de comprobar su estado vocal tras varios meses de reposo y
habiendo retomado su actividad apenas con las funciones de Lohengrin en
París y con Andrea Chénier en Múnich. El debut con el Otello verdiano
llegaba pues, para el tenor alemán, en el momento más comprometido de su
reciente trayectoria. Y el resultado, en términos globales, no podría ser
más satisfactorio.
Y es que la de Jonas Kaufmann es la historia
feliz y esforzada de un Cassio que ha devenido Otello. Y no es una forma de
hablar: literalmente en 2004 Kaufmann cantaba Cassio en París, por ejemplo,
y poco más de una década después ha triunfado como Otello en Londres. El
tenor alemán ha construido una voz propia, a partir de una técnica singular
y haciendo pie en una entrega escénica indudable. Desde Werther (Massenet),
Don José (Carmen) o Fidelio (Beethoven) a Cavaradossi (Tosca), durante el
último lustro Jonas Kaufmann ha incorporado un repertorio cada vez más
amplio y exigente que incluye partes como Don Carlo (Verdi) Siegmund (Die
Walküre), Lohengrin (Wagner), Don Alvaro (La forza del destino), Manrico (Il
trovatore), Parsifal (Wagner), Walther (Meistersinger), Faust (La damnation
de Faust), Canio (Pagliacci), Des Grieux (Manon Lescaut), Turiddu
(Cavalleria rusticana), Radames (Aida), Mauricio (Adriana Lecouvreur) o
Andrea Chénier (Giordano). Palabras mayores: un catálogo amplio, extenso y
sumamente exigente de roles. Es cierto que en muchos casos se ha limitado a
debutar el rol sin retomarlo después más allá de unas pocas funciones, pero
eso no merma la gesta un ápice.
Vayamos a la función de Otello que
nos ocupa. En ésta no encontré a Kaufmann ni cauteloso ni reservado, como sí
se leyó en algunas crónicas del estreno. Es lógico que vaya ganando
confianza y soltura con un papel tan cargado de simbología y tensión,
conforme avancen las funciones. En lugar de una experiencia total, a veces
pareciera que hemos reducido la lírica a un espectáculo circense en el que
importa más saber si el cantante de turno se estrellará o no al intentar
determinada pirueta. Pues bien, Kaufmann no sólo no se estrella sino que
demuestra ser un intérprete completo, musical y sumamente inteligente, capaz
de hacer suya la parte, aprovechando el color oscuro de su instrumento y esa
voz fabricada a propósito para manejar medias voces y pianos a placer, con
una sonoridad que quizá siga sin convencer a muchos pero que se pliega a las
mil maravillas a pasajes como el “Dio mi potevi” o toda la escena final, a
partir del “Niun mi tema”.
Hay margen de mejora, obviamente, pero
como primera tentativa con el rol el trabajo de Kaufmann merece calificarse
de sobresaliente. No le escuchamos esforzado o inseguro; todo lo contrario
más bien, seguro de sí mismo y demostrando haber estudiado la parte de forma
concienzuda. Ojalá en Múnich nos preparen un Otello con él y las otras dos
glorias locales, Harteros y Petrenko. Iremos de rodillas. Por cierto:
escuchando a Kaufmann cobra aún más valor la gesta de Plácido Domingo, quien
cantó este papel por espacio de aproximadamente tres décadas, algo que nadie
ha superado ni parece fácil superar.
El segundo gran aliciente de la
noche -o incluso el primero, si me apuran- fue la soberbia dirección musical
de Antonio Pappano, quien ya en 2012 (entonces con Antonenko y Harteros)
había dirigido esta misma partitura en el foso del Covent Garden. Desde la
sobrecogedora tormenta que abrió la representación hasta la sutil filigrana
de su acompañamiento a Desdemona en su plegaria, Pappano desplegó un abanico
apabullante de detalles y recursos, con una orquesta titular a la que
personalmente no había oído nunca tan solvente y entregada. Uno de los
mejores momentos de la representación fue el dúo del tercer acto entre
Otello y Desdemona, con una tensión extraordinaria. Mención aparte merece el
coro titular del teatro, verdaderamente en estado de gracia: firmeza,
dicción, claridad, entrega escénica y un sonido espectacular.
Maria
Agresta terminó convenciendo con una plegaria manejada a placer, a pesar de
un inicio más titubeante e irregular, con notas de afinación dudosa y un
fraseo que no terminaba de fluir con la elegancia que en ella es habitual.
Afortunadamente, fue entonándose a partir del dúo con Otello del segundo
acto, hasta bordar una escena final de muchos quilates, en plena sintonía
con un Pappano sumamente inspirado.
Lo peor de la noche lo deparó el
Iago de Marco Vratogna. Zafio y vociferante, en las antípodas de la sutil
maldad del personaje; muy lejos de ese 'più sotil d'un velo' que él mismo
entona intrigando con Otello. No hay aquí una inteligencia endiablada y
maquiavélica sino un compendio de bajezas artísticas y vocales francamente
insostenible. La Royal Opera House cometió un gran error prescindiendo de
Ludovic Tézier, quien a buen seguro hubiera deparado un Iago de mucha más
clase e interés. Correcto y discreto, algo apagado, el Cassio de Frédéric
Antoun. Y estupenda la Emilia de Kai Rüütel.
La nueva producción de
Keith Warner supuso una decepción mayúscula. Retirar la clásica producción
de Elijah Moshinsky para reemplazarla por esto tiene a decir verdad muy poco
sentido. Haciendo pie en un código que deambula sin rumbo entre un
minimalismo mal entendido y una errada noción clásica del teatro, la
propuesta termina por ser sumamente aburrida y previsible, invadida por
tópicos (el lecho blanco de Desdemona en alusión a su pureza) y momentos que
oscilan entre lo grotesco (Otello “jugando” a los barquitos, como si todo lo
demás no fuese con él) , lo risible (esa pintada en la pared indicando “Ecco
il leone”, apuntando con una flecha a la escultura fragmentada de un león) y
lo incomprensible (el espejo en el que Otello se refleja, sin que apenas
pueda verse qué reflejo proyecta y qué se nos quiere transmitir con ello).
Sólo merecieron la pena un par de detalles de la dirección de actores, como
cuando Otello tapa la boca a Desdemona en la última escena, cuando ella
moribunda pronuncia las últimas palabras exculpándole.
Entre las
pocas virtudes de la propuesta está el contar con una escenografía (Boris
Kudlicka) que actúa todo el tiempo como caja de resonancia, favoreciendo aún
más si cabe el desempeño de Kaufmann y el resto de solistas. Además la
dirección de escena sitúa a los solistas casi todo el tiempo en primer
plano, cerca del foso. Por cierto, ¿cómo es posible a estas alturas que
nadie se ocupe de que el suelo de una escenografía no produzca ruidos si fin
al hilo de las pisadas de los solistas?
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