En una entrevista con el crítico Pablo Gianera, Daniel Barenboim había
dejado en claro una de sus preocupaciones actuales: la omnipresencia del
silencio, y también su subestimación como parte del mundo sonoro. En cada
final de cada una de las obras que presentó la WEDO durante esta edición del
Festival, Barenboim se ocupó de sostener sus brazos, con gesto abierto y
atento, para permitir que se escuchen esas centésimas de segundos que
precisa la música para efectivamente concluir, para caer en el silencio.
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Su gesto revelaba una
pedagogía hasta ese momento cortés y velada. En cada una de las Canciones
del Compañero Errante, de Mahler, hubo aplausos que sonaron disruptivos. Sin
embargo, en el segundo bis de Jonas Kaufmann -una canción del Cuaderno de
Wesendonk, de Wagner, acompañada al piano por el propio Barenboim- decidió
ser más explícito e interrumpió los aplausos que empezaban a oírse antes de
que concluyera el piano. Medio risueño -consciente de que su tono era más
adecuado para el aula que para un teatro- pidió que no aplaudieran antes del
final, que escucharan lo que sucedía con esa alternancia de acordes y
silencios con los que Träume se despide. “¡Voy a repetir y escuchen!”,
ordenó y volvió a tocar los últimos compases ante la mirada extrañada del
propio Kaufmann.
Antes de este singular episodio, Kaufmann había
interpretado las canciones de Mahler con una voz contenida y un timbre tan
delicado y cambiante como la de un madrigalista barroco. La orquesta y sus
solistas lo acompañaron pintando las atmósferas precisas. Aunque Kaufmann es
tenor, ninguna de las notas graves se perdieron. Con la llegada al registro
agudo más allanado que el de los barítonos que usualmente hacen este
repertorio, Kaufmann se permitió no soltar del todo su voz, hasta el primer
bis, la wagneriana Tormenta de invierno, de Valquiria, que pide un tenor
heroico.
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El
programa había comenzado con un encantador preludio del tercer acto de Los
maestros cantores. Es notable la envolvente y claridad de articulación que
consigue la WEDO gracias a la disposición de los violines primeros y
segundos separados a ambos lados del director, con los contrabajos al fondo
creando la ilusión de que impulsan el sonido. Pero si esa disposición
resulta de una economía perfecta es porque el director la maneja de manera
impecable. El impulso y la graduación dinámica de Barenboim -se lo ve en más
de una ocasión hacer el gesto de subir y bajar la perilla del volumen-
convierten el sonido de la WEDO en oleadas de intensidades muchas veces
vertiginosas, pero otras, como en este preludio, en un mar calmo de
movimiento sugestivo e hipnótico.
En la segunda parte la WEDO repitió
la última sinfonía de Mozart, parte del programa con el que había abierto
este festival. Pese a los insistentes aplausos no hubo bises. Después de
varios saludos, Barenboim levantó de su silla al primer violín y con él
arrastró a la fila completa. Mozart abrió y cerró el ciclo. Ahora, el
imprescindible silencio.
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