Roma está de actualidad por una Aida, y no precisamente por la otrora
prevista con Muti, que hubo de cancelarse. En esta ocasión la Aida que
reclamó nuestra atención se representaba en concierto en la gran sala del
Auditorium Parco della Musica, con la Accademia Nazionale di Santa Cecilia,
bajo la batuta de Antonio Pappano y con Anja Harteros y Jonas Kaufmann,
debutantes como Aida y Radamés respectivamente, al frente de un reparto de
campanillas. Se ofrecía un único concierto como colofón a las sesiones de
grabación en estudio de esta partitura verdiana que se habían desarrollado
precisamente allí durante la semana anterior, para un CD de la Warner que
verá la luz el próximo octubre.
Nos hemos referido a Anja Harteros en
varias ocasiones recientemente; la última, con motivo de su Leonora de Il
Trovatore en Múnich. No es el suyo el instrumento ideal para la parte de
Aida, que requiere más bien los medios de una soprano dramática, con un
punto mayor de metal, y domeñados no obstante por una técnica dúctil, capaz
de abundar en un canto spianato y vaporoso. Harteros es más bien una lírica
pura, con un centro soberbio y bellísimo y con un primer agudo seguro, firme
y expansivo. Los problemas vienen más bien en el extremo agudo, donde se
impone la irregularidad, con alguna nota abierta aquí, otra calante allá,
etc. Peccata minuta, en cualquier caso, por mucho que cuatro maleducados
(exactamente cuatro, insisto) se creyeran con el derecho de abuchear a la
solista alemana al final de la representación. Lo cierto es que su Aida
merece un aplauso mayúsculo, por el contrastado retrato que nos presenta,
asustada y confusa en el “Ritorna vincitor”, doliente y afligida en el “O
patria mia", temperamental y casi pérfida en el dúo con Radames del tercer
acto y finalmente entregada sin matices a su pasión en la última escena. Su
capacidad para manejar la media voz, abundando en un sonido hipnótico, que
flota y se expande, le permite recrear con maestría y verdadera fascinación
multitud de instantes escritos en la partitura. Su fraseo en las dos grandes
páginas, las citadas “Ritorna vincitor” y “O patria mia”, lo mismo que en
los dúos con Radames, Amneris y Amonasro, tuvieron la riqueza de acentos de
quien aspira, como intérprete, a imponerse incluso por encima de las
limitaciones de su instrumento. Para tratarse de su debut con el rol,
Harteros ha mostrado estar en un momento de madurez interpretativa
francamente envidiable.
Jonas Kaufmann es ambicioso, valiente y
sensato. O lo que es lo mismo: ha encontrado la fórmula del éxito. Sabe qué
puede cantar, cuándo y cómo lo puede cantar. Y esa claridad de pensamiento,
que redunda en seguridad del intérprete, es a decir verdad lo más codiciado
por un cantante. Habida cuenta de su actual dominio de sus facultades
vocales, limitadas aquí y allá, es cierto, pero sobre las que se impone a
base de intencionalidad y técnica, cada uno de sus últimos debuts se cuentan
por éxitos. Así sucedía hace unas semanas en Londres con su brillante Andrea
Chénier y así ha sucedido ahora con este Radames, que admite por supuesto un
rodaje y una matización, pero ante el que sólo cabe quitarse el sombrero.
Ojalá lo represente escenificado, como se rumorea que podría hacer este
otoño en Múnich, junto a Stoyanova, porque las condiciones acústicas de un
teatro, sin la gran orquesta detrás de él y en mejor situación acústica que
en este auditorio romano, pueden beneficiar, y mucho, su desempeño con el
rol. Kaufmann consigue plasmar un Radames heroico y lírico a partes iguales,
aguerrido y enamorado, ciertamente contrastado en cada una de sus
intervenciones. A la voz, si acaso, le falta expansión y pegada en el agudo,
sobre todo durante algunas frases del tercer acto. Pero es lógico, no
estamos ante la voz de un lírico spinto comme il faut, sino ante un cantante
que despliega sus facultades técnicas y su inteligencia de tal manera que su
timbre, de lírico oscuro, no más, sea capaz de resolver una partitura como
esta, concebida más bien para otras resonancias (no las de un Del Monaco,
por cierto, sino más bien las de un Bergonzi). Kaufmann consigue rizar el
rizo ya desde el principio, resolviendo casi a placer el último “vicino al
sol”, con esa media voz en pp y morendo que escribiera Verdi y que casi
todos los tenores del pasado han evitado atender en sus interpretaciones.
Toda su interpretación está cuajada de pequeños detalles e inflexiones, como
ese diminuendo que introduce en “il ciel de i nostri amori” o la lograda y
dulce media voz con la que desarrolla el “O terra addio”. Tras este debut
como Radames, del catálogo verdiano a Kaufmann, amén del Riccardo de Un
ballo in maschera que no parece seducirle, sólo le queda ya por abordar
Otello. La cita, en 2016/2017 en el Covent Garden de Londres, de nuevo con
Pappano y ojalá también con Harteros.
En el resto de reparto,
Ekaterina Semenchuk plasmó una Amneris poco matizada, compuesta más bien con
brocha gorda, a base de voz y no tanto a base de acentos. Su material es
grande, pero la emisión redunda en demasiados cambios de color, acudiendo
incluso a un grave un tanto grosero. Compuso en todo caso una furibunda
interpretación de su gran escena en el templo, en el cuarto acto. El
barítono francés Ludovic Tézier volvía a los escenarios tras cuatro meses de
ausencia y reposo, mostrando un instrumento en plena forma, cauteloso al
principio pero más que entonado en su gran escena con Aida en el tercer
acto. Era también su debut como Amonasro, una parte al que prestó un acento
digno, elevado, huyendo de un retrato más brutal y brusco. Erwin Schrott fue
un Ramfis más bien tosco y rudo, vociferante las más de las veces y de modos
un tanto chulescos, totalmente inapropiados para esta parte. Solvente en
cambio el Rey de Marco Spotti, lo mismo que el Mensajero de Paolo Fanale.
Nos dejó muy buena impresión el material de la joven Donika Mataj como Gran
Sacerdotessa.
De la orquesta de la Accademia Nazionale di Santa
Cecilia dicen algunos cantantes que es la mejor formación de Italia. Y no es
para menos, aunque cabe matizar la hipérbole, cuando su desempeño brilla al
nivel expuesto en esta Aida. La comunicación de la orquesta con Pappano es
evidente, todos a una. Tras más de una década como titular del conjunto, el
maestro británico de ascendencia italiana cuenta por memorables todos sus
acercamientos a títulos líricos en versión concierto. Ya fue el caso de Un
ballo in maschera con Meli, Monastyrska, Zajick y Hvorostovsky o del debut
como Peter Grimes de Gregory Kunde. A decir verdad hay títulos con los que
Pappano ha mostrado una afinidad mayor que con esta Aida, en la que todo
parecía orientado a facilitar el hacer de los solistas en sus respectivos
debuts. Brilló así, sobre todo, su detallada labor en el acompañamiento a
los mismos, logrando que la primorosa escritura vocal de Verdi fuese de
algún modo eco continuado de los meditados acentos de los intérpretes. En
este sentido, hubo momentos verdaderamente estremecedores, como esos
violines incidiendo en el acompañamiento a Harteros en el “Oh patria, quanto
mi costi!”. Amén del espléndido rendimiento de la orquesta, encontramos
asimismo soberbio el trabajo del coro titular de la Accademia, con un sonido
de enorme riqueza, timbradísimo y capaz de una gama de intensidades
verdaderamente elogiable.
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