De rodillas. Así agradecía finalmente Jonas Kaufmann la calurosa acogida de
un público tan enfervorecido como por momentos inquieto, habida cuenta del
recital paralelo de toses y de la incomprensión manifestada ante la retirada
del tenor a camerinos sin propina alguna, como es justo y coherente hacer al
cabo de un ciclo como el Winterreise. Sea como fuere, el tenor alemán no
sólo estuvo a la altura de lo esperado, que era mucho, sino que terminó de
convencer incluso a los más escépticos con su compendio de dominio técnico y
meditada expresividad. Si se nos permite el símil taurino, atreverse con el
Winterreise ante el público de un gran teatro de ópera como el Liceo, grande
por tradición y por dimensiones, es lo más parecido a encerrarse en una
plaza con seis astados de Miura. No es desde luego un ciclo cualquiera, este
emblemático Viaje de invierno, que traduce como pocos las vicisitudes del
pathos romántico.
De algún modo el Winterreise de Kaufmann está en
íntima conexión con su Werther, apostando así por un romanticismo no
demasiado meditabundo sino más bien rabioso; más cariacontecido que
lacrimoso. Fue desgranando así Kaufmann un viaje de violenta pesadumbre,
donde las lágrimas eran más compendio de decepción e impotencia que de
mísera autocompasión. Su Winterreise no es tanto, pues, un trasunto de
tristeza y melancolía sino una cuestión de fatiga, de frustración; un viaje
que se agota y se va callando, taciturno (impresionantes esos Ruh en Der
Lindenbaum), hasta un punto en el que el amor y la esperanza no son ya más
que un brote marchito bajo el frío de un manto de nieve. En este sentido,
Kaufmann consigue grabar a fuego en el oyente algunos versos que son como
cargas de profundidad: “jeder Sturm wird's Meer gewinnen, jedes Leiden auch
sein Grab" (Irrlicht), “Eine Straße muß ich gehen, die noch keiner ging
zurück” (Der Wegweiser), “Will kein Gott auf Erden sein, sind wir selber
Götter!” (Mut). Y al cabo de todo ese trayecto, sin haber sido conscientes,
nos quedamos vacíos, inmóviles y agotados, como si de verdad hubiéramos
recorrido ese viaje de invierno con el tenor muniqués. Esa sensación fue
finalmente palpable con Der Leiermann, cuando junto a su voz podía
escucharse tan nítidamente ese quedo silencio que generan las
interpretaciones auténticas, las que han conseguido acompasar al intérprete
con la respiración de todo un teatro. Kaufmann brindó una interpretación
magnífica: impecable en estilo, expresivo en la justa medida y vocalmente
intachable. Y todo ello lo decía Kaufmann a partes iguales con el gesto, la
mirada, el énfasis constante sobre el texto y la infinita modulación que
atesora su singular emisión. Un Winterreise para el recuerdo, sin la menor
duda.
Cuando Kaufmann podría “conformarse” con brillar en los teatros
de todo el mundo con un repertorio cada vez más amplio, solvente casi por
igual en lo francés (Werther), lo alemán (Lohengrin, Parsifal, Siegmund,
Fidelio…) y en lo italiano (Don Carlo, Don Álvaro, Manrico…), se atreve a ir
más lejos abordando un repertorio que demanda una expresividad completamente
distinta, una administración diametralmente diversa de su técnica y de su
estilo. Y se lo toma en serio y acierta, poniendo el listón muy alto. ¿Se
imaginan ustedes a Domingo o a Kraus, en sus mejores años, atreviéndose con
un Winterreise? Las comparaciones son odiosas para cualquiera de los
términos, pero nos ayudan a certificar la singularidad y madurez de
Kaufmann, que no da puntada sin hilo en una trayectoria imparable y
ejemplar.
En las críticas y comentarios sobre recitales de lied a
menudo se despacha la participación del pianista casi por compromiso, por la
mero cortesía de no obviarlo. Helmut Deutsch, con quien Kaufmann trabajase
ya para Die Schöne Müllerin, demostró ayer que es posible reclamar una
mención por méritos propios y no por compromiso. Su complicidad,
comunicación y entendimiento con Kaufmann convirtieron la velada en un
verdadero diálogo entre la voz y el piano, sin limitarse el segundo a ser un
mero sustento de la primera, como tantas veces sucede. Deutsch recrea un
Schubert de digitación sutil y precisa, impregnada de una contenida
expresividad de principio a fin, jugando en todo momento con la tensión y el
silencio. Impresionante así, por ejemplo, su introducción a Das Wirtshaus,
con ese piano solemne, triste y solitario. Un bravísimo trabajo el suyo.
Como al principio mencionábamos, casi tanta expectación despertaba la
parte artística como el componente social de esta cita. El público del Liceo
se ha encontrado con dos recitales de lied en una misma semana, este de
Kaufmann y el anterior de Stemme. Algo insólito. No es un teatro (ni una
ciudad) donde este repertorio tenga un especial arraigo, más bien lo
contrario. Sus grandes dimensiones no parecen favorecer además una escucha
camerística, como siempre el lied reclama. Y Kaufmann es una estrella
mediática en términos operísticos, no nos engañemos, por lo que cabía dudar
de la paciencia y esfuerzo con que ese público iba a acoger un ciclo de
Schubert de veinticuatro piezas sin descanso alguno. Lo cierto es que al
margen de las citadas toses y al margen de cierto sector del público que se
manifestó incómodo y disconforme con la ausencia de propinas, lo cierto es
que Kaufmann consiguió convencer a todos y cada uno de los presentes. Si él
agradecía de rodillas la acogida, de rodillas hubiera cabido agradecerles a
él y a Deutsch su espléndido trabajo con este ciclo de Schubert.
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