Jonas
Kaufmann triunfa en Nueva York con su “Werther” (Jules Massenet). Ya lo
había cantado en París, en Viena y en Mannheim, y en esta ciudad subraya su
éxito al punto de enviar cortésmente a otros Werther famosos a una feria de
anticuarios.
A través de este extraordinario tenor alemán, los
personajes hablan a nuestro tiempo, sin importar si la puesta en escena es
“de vanguardia” o “tradicional”. Simplemente ocurre que Kaufmann permite que
la ópera acceda a un nuevo estado. Tal es su altura y su importancia, mucho
más allá de las alabanzas que suscite su imagen y su versatilidad.
Werther es un papel de múltiples exigencias, en especial porque para
interpretarlo bien es necesario que el cantante ponga en escena aspectos
contradictorios. ¿Qué hace Kaufmann? Asume esto como punto de partida, a
sabiendas de que el compositor, en su encuentro con este poeta suicida
soñado por Goethe, tuvo en cuenta la ambigüedad emocional. Es este aspecto
el que Massenet plasmó en una partitura de sugestivo poder lírico y
armónico.
Ya desde este punto la complejidad ronda al personaje
central. Kaufmann, a través de su imaginación desbordante, consigue que su
apostura parezca indiferente, pero a la vez central para la creación
completa; construye un poeta apasionado que no se da cuenta de que lo es y a
través de esa suerte de “inocencia escénica” surge de él un gesto ingenuo y
equívoco que estremece al público.
El artista es capaz de tomar
distancia y desprenderse de su opinión sobre el personaje para dejarlo vivir
en esa zona difusa en la que se mueve Werther, mezcla de ardor intenso y
tenue melancolía, de virilidad salvaje y ternura, montado sobre una voz
mixta que de pronto truena como Tristán y luego se desvanece hasta el punto
de anular el color, como si cantara sobre un último aliento.
Así, el
Werther de Kaufmann vive, de principio a fin, en un extraño equilibrio donde
cohabitan una contemplación casi panteística de la naturaleza al punto de la
levitación, la necesidad imperiosa de vivir y el deseo de morir, la
extroversión y el ensimismamiento, el deseo sexual y la candidez, la fuerza
iracunda de Marte y la vulnerabilidad de Paris.
La mezzosoprano
francesa Sophie Koch es una Charlotte convincente: fina, suave, tenaz y al
tiempo vacilante, confundida y angustiada. Contradictoria al fin, como el
propio Werther. Los cuatro dúos de la pareja central fueron un crisol de
sutileza; en especial el último, de una tristeza que destruye. Gran trabajo
el de la soprano Lisette Oropesa (Sophie), que crea un personaje adorable y
coherente; en cambio, duro y distante resulta el barítono David Bizic como
Albert.
La producción de Richard Eyre gustará porque es, digamos,
“tradicional”, si bien incorpora el uso de tecnología de punta para indicar
el paso de las estaciones y mostrar algunas escenas en retrospectiva. Eyre
opta por contarlo todo y para eso, durante el preludio, escenifica la muerte
de la madre de Charlotte y su funeral; momentos del baile al que van los
protagonistas, y al final las vacilaciones de Werther ante el suicidio
(primero apunta su arma a la cabeza, pero se arrepiente y luego, en un
impulso, dispara a su corazón). La ópera no necesita todo eso; es probable
que sí un sector importante de la audiencia del Met y del mundo.
Con
escenografía y rico vestuario de Bob Howell, esta puesta busca fundir las
fronteras entre la naturaleza y la vida de hogar, entre interiores y
exteriores. También la arquitectura, a través del uso de arcos quebrados,
torcidos y líneas oblicuas, da cuenta de que los afectos no están del todo
bien en la casa del Bailiff, que por cierto parece más lujosa que lo que se
espera.
El director de orquesta francés Alain Altinoglu aborda la
partitura con una bella moderación y logra una interpretación flexible, de
texturas profundas y múltiple en sus matices.
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