07/12/2014 Múnich: Bayerische Staatsoper. Puccini: Manon Lescaut. Kristine
Opolais, Jonas Kaufmann, Markus Eiche y otros. Alain Altinoglu, dir.
musical. Hans Neuenfels, dir. de escena.
Sin paños calientes. La
historia de Manon Lescaut no es un cuento dulce y almibarado. Ni siquiera es
una tragedia comme il faut. Es el relato crudo, aunque aquí elevado a poesía
gracias a la música de Puccini, del destino fatal de dos personajes que
creen en sus pasiones y deciden sucumbir a la tentación de adueñarse de su
propio destino, al margen de convenciones sociales y voluntades de terceros.
En este sentido, convendría revisar hasta qué punto el verismo fue una
cierta rebelión contra el romanticismo más convencional. Hans Neuenfels, el
director de escena de esta producción que nos ocupa, se toma de hecho muy en
serio esta óptica apuntada, desnudando Manon Lescaut de esos ropajes
melodramáticos y renegando de esa visión edulcorada del libreto que
seguramente se daba un tanto a la versión empolvada y afrancesada que armase
Massenet apenas diez años antes del estreno de la partitura de Puccini.
Neuenfels plantea así una estética que abomina del romanticismo más
canónico, con un distanciamiento casi analítico, como apunta de forma
evidente con esa escenografía, con esos recortes de luz y con esos fríos
telones. A partir de este código estético, digno casi de un laboratorio, y
aderezado con algunos guiños a un lenguaje de dominación sexual, Neuenfels
centra la atención en el modo en que la pareja protagonista, a partir de su
atracción, rompe las reglas un código social establecido, precipitando sus
vidas hacia un horizonte de fatalidad y desolación. Neuenfels cuestiona
incluso la autenticidad de la atracción que ambos sienten, como si en
realidad fuese mayor la tentación de romper las reglas que el deseo mutuo
que les atrae. No en vano su dirección de actores explota al máximo el
conflicto entre los dos protagonistas, como en un constante reproche.
Evidentemente el trabajo de Neuenfels adolece por todo ello también de
un exceso de desnudez y análisis, imponiendo a menudo sobre el libreto
propiamente dicho una óptica y una estética que comunican, sí, pero más al
servicio de Neuenfels que de Puccini. Pero la propuesta funciona y tiene una
fuerza indudable. Y es que quizá no haya mejor forma de escenificar un
desierto que con una caja vacía fríamente iluminada y de paredes negras, sin
más esperanza que la que los dos protagonistas se alientan el uno al otro,
errando en esa ausencia que lo indunda todo. Por otro lado, Neuenfels cuaja
una versión curiosamente muy pegada a la música, más que al libreto
propiamente dicho. Es por cierto realmente increíble la madurez compositiva
que muestra Puccini en la que fue tan sólo su tercera ópera, estrenada en
Turín en 1893, tras Le Villi y Edgar.
Esta producción saltó por
cierto a la palestra cuando Anna Netrebko se descabalgó de la misma apenas
iniciados los ensayos, por supuestas desavenencias con la propuesta de
Neuenfels. Desavenencias quizá no con el mal llamado Regietheater
(recordemos que sí aceptó el Macbeth de Kusej) sino con el propio Neuenfels,
a resultas de algún incidente durante los ensayos, aunque haya circulado la
versión de que había algún tipo de distanciamiento entre ambos en torno al
concepto de mujer que el director de escena quería poner sobre el escenario.
Kristine Opolais, al cargo del rol titular, se está consolidando no
tanto como una gran intérprete en un sentido global sino como una espléndida
soprano pucciniana en particular. Baste ponderar su espléndido rendimiento
con esta Manon Lescaut y el regusto agridulce que nos dejó su Vittelia hace
algunos meses, también en Múnich. Como ya dijésemos al hilo de su Manon
Lescaut de Londres, hace unos meses, Opolais no cuenta, a decir verdad, con
un instrumento privilegiado, aunque su voz tiene el empaque suficiente para
hacerse oír ante la orquestación del de Luca. La voz de Opolais, en esta
ocasión más que nunca antes, nos trajo ecos del timbre de Renata Scotto,
salvando todas las distancias que ustedes quieran. Pero coincide con ella en
ese punto agrio y ácido del timbre, ligado a ese acento siempre vívido e
incisivo, rematado por una gran facultad para colorear el fraseo. Y es que
si por algo se destaca un cantante con Puccini es por su capacidad, o no,
para colorear los sonidos que produce. En este sentido, el trabajo de
Opolais es digno de elogio, abundando además en un legato de muy buena
factura. Aunque levemente sobreactuada en escena, como demasiado enfática,
Opolais sabe sacar gran partido al atractivo de su figura, dando entrever un
fácil entendimiento con la propuesta de Neuenfels.
Jonas Kaufmann
volvió a demostrar que se encuentra en el cenit de su trayectoria, exultante
de medios desde su primera intervención, con una emisión sólida y segura,
por personal que pueda antojarse. Maneja su instrumento a placer, plegándolo
al texto con suma facilidad, atendiendo a dinámicas, acentos y permitiéndose
no pocas muestras de virtuosismo, recogiendo la voz y jugando con la emisión
en piano. Tan sólo mostró un leve apuro al coronar su gran escena al cierre
del tercer acto, con el “No, pazzo son”, no alcanzando un agudo todo lo
liberado y pleno que se esperaba. Como ya apreciásemos en torno a su Des
Grieux en Londres, construye el papel no a base de un énfasis verista sino a
través de un fraseo acariciador, poético, retratado a un personaje
vulnerable y herido. En conjunto, un Des Grieux digno de elogio. Del resto
del reparto cabe destacar tan sólo el estimable Lescaut de Marcus Eiche, un
barítono muy solvente y habitual en los repartos de la Bayerische
Staatsoper.
La batuta del director francés Alain Altinoglu dispuso
una dirección muy estimable, sostenida sobre una orquesta de rendimiento
brillante y poderoso. Aunque levemente pasada de decibelios por momentos,
con un balance entre foso y escenario no del todo resuelto (quizá también
por las singulares condiciones de la escenografía), Altinoglu obtuvo una
gama verdaderamente espléndida de intensidades del foso de la Ópera de
Múnich. A su notable dirección le faltó, no obstante, contar con un color
más genuinamente italiano en las cuerdas, en las que echamos de menos ese
arrebato, ese vuelo que tanto demanda Puccini, con una música hecha de
texturas y dinámicas por encima de todo.
|