Hace
ya mucho que la Ópera de Munich es uno de los teatros más importantes del
mundo, pero el actual “Don Carlo” (Verdi) deja su trayectoria en un punto
difícil de igualar. Toda Europa se ha volcado a estas funciones del
magnífico y difícil título verdiano y los casi 40 minutos de aplausos
ininterrumpidos que premiaron la función del domingo 22 demuestran que no
fue en vano. Qué difícil debe ser para los grandes coliseos italianos asumir
que desde hace años no han podido estar a la altura de esta ópera y, más
todavía, que los tres protagonistas del actual éxito sean alemanes.
Bajo la nieve y el viento de Baviera, “Don Carlo” triunfó gracias a una
puesta en escena concebida desde el teatro y con un sexteto de intérpretes
entregados a su arte. Todos ellos salieron al ruedo a dejar la vida allí, a
dar lo mejor de sí. Como debe ser, sin esa frialdad fascista que hoy se
cuela hasta cuando se monta Puccini.
Los cantantes tenían un
excelente soporte en la pulcra sonoridad de la Bayerisches Staatsorchester,
dirigida con elegancia por el maestro Asher Fisch, quien supo dar con el
color sombrío de este Verdi tan elusivo; subrayar las líneas de ciertos
instrumentos clave, como el clarinete, el oboe y el contrafagot, y lograr
clímax sonoros grandiosos en el crescendo del dúo entre Carlo y Elisabetta
del primer acto, en el concertante del Auto da Fe y en el trío
Carlo-Éboli-Rodrigo.
Otra columna fue la producción de Jürgen Rose,
revivida para esta ocasión. Cuando se enfrenta un espectáculo de esta
categoría, de inmediato vienen a la memoria las absurdas transposiciones-
traiciones que tantos régisseurs, con la complicidad de los teatros, han
obligado al público a digerir.
Esta es una puesta casi sin lujos,
ascética, pero de solemnidad y refinamiento extremos, aparte de ser
teatralmente estremecedora. Sólo una gran caja gris en perspectiva, luces “a
la Velázquez” volcadas a la intimidad de la acción, pocos efectos de color,
salvo para “La Canción de Velo” y para Santa María de Atocha, donde España
es recreada a través de una sorprendente procesión de Semana Santa a la
manera de Sevilla. Siempre en escena, un enorme crucifijo que, aparte de
sintonizar con el peso de la Inquisición, convierte muchos momentos de la
ópera y a sus personajes en memoria del Calvario (por ejemplo, visualmente,
“Tu che la vanità” fue la imagen romántica de la barroca “Maddalena alla
croce”). Un trabajo de actores de tal nivel que de pronto parecía que se
estaba no en un drama inspirado en Schiller, como es en verdad, sino en el
mejor Shakespeare, aparte de que nunca como antes este “Don Carlo” resultó
más hamletiano en su discurso, con Rodrigo como prolongación de Horacio;
Elisabetta viviendo en sí misma ciertos aspectos de Gertrudis y Ofelia, y el
Infante atrapado entre su fuego interno, lo que considera su deber, su amor,
su padre y el fantasma de sus ancestros. Realmente, prodigioso como
concepto. Gran idea la de Jürgen Rose de convertir la escena del fraile
siniestro del segundo acto en un sueño de Carlo, que se despierta tras las
imprecaciones para recordar a su abuelo emperador.
Jonas Kaufmann
devuelve a Don Carlo su carácter de protagonista absoluto, con lo cual
renueva esto de hacer historia del canto, tal como ya lo hizo con “Werther”
y “Lohengrin”. Su Infante integra, sin duda, la lista corta en la que
figuran Jussi Björling, Carlo Bergonzi y José Carreras, y se diría que la
encabeza pues el suyo es un príncipe desposeído y negado (como Hamlet), un
héroe vulnerable y apuesto, enfermo también, hecho luces y sombras a través
de una voz capaz de turbar con su ternura y de desafiar el destino con un
agudo que es un roble y una messa di voce (técnica que consiste en cantar
una nota con la dinámica de pianissimo y abrirla hasta hacerla un forte para
luego reducirla otra vez al pianissimo) fenomenal. Lo que se llama un
cantante verdiano, de esos que ya no existen. Actor sin parangón en la
actual escena lírica, su compromiso físico es ejemplar y en este aspecto se
vuelca sobre la soprano Anja Harteros con tal pasión que aniquila en ella la
posibilidad de cualquier negativa por honorable que parezca. Harteros es,
además, una Elisabetta di Valois como no hay otra sobre la faz de la tierra:
un verdadero ángel en escena, hermosa, pura nobleza en la actitud y rigor en
el sensible fraseo. El dúo final entre ambos tuvo un vuelo sobrenatural;
eran dos estrellas de cine cantando como los dioses.
Como si eso
fuera poco, el bajo René Pape cantó un enorme Felipe II, todo majestad y
control, con algunos gestos conmovedores hacia ese hijo que lo pone en
aprietos metafísicos y también hacia esa esposa por la que le duele el alma.
La voz es una torre del agudo al grave, pura sustancia expresiva. Su
enfrentamiento con el Gran Inquisidor del veterano Eric Halfvarson fue una
tempestad vocal y dramática.
La mezzosoprano Anna Smirnova (Princesa
de Éboli) y el barítono Boaz Daniel (Rodrigo de Posa) no pertenecen a la
misma liga de primera línea, pero son cantantes efectivos y no desmerecen.
De hecho, fueron muy aplaudidos también. Ella pudo comunicar la ferocidad y
el arrepentimiento de Éboli y él, aunque no trina en su bella romanza, se
compromete tanto con su parte que conquista.
Munich ganó una estrella
más con este “Don Carlo”, tal como ya lo ha hecho con tantas funciones de
Edita Gruberova, quien cantó aquí una extraordinaria “Lucrezia Borgia”
(Donizetti), y con esas hazañas de Jonas Kaufmann que han llegado al dvd
(“Lohengrin”). Los anuncios suman y siguen: de partida, el “Anillo del
Nibelungo” (Wagner) completo que se inicia el próximo mes; un nuevo Bellini
con Gruberova para julio de este año, “La Straniera”, y nada menos que
“Lucia di Lammermoor” (Donizetti) en julio de 2013 con Diana Damrau y Joseph
Calleja.
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