París, lunes 20 de Febrero, Théâtre des Champs-Élysées El Lied es el
género vocal más difícil. Sólo comparable con la música de Monteverdi para
sus lamentos. El artista solo junto al piano proyectando su voz a la
inmensidad de la sala. Cualquier vicio, cualquier descuido, cualquier falta
de concentración, queda ahí lacrada.
París vivió el 20 de febrero un
momento de milagro, con el público en estado de contemplación. Quienes allí
estuvieron se enfrentaron a la profundidad de la condición humana y pudieron
restañar algunas heridas que la vida va dejando en el alma. Se debe a la
música, por cierto, pero sobre todo a Jonas Kaufmann y a su pianista, Helmut
Deutsch.
Ya Kaufmann, con sus álbumes consagrados a las canciones de
Richard Strauss y “La bella molinera” de Franz Schubert, había explorado el
misterio que habita en esta música. Música que parece ser la cima, la meta
—el grial— del lirismo. “Amor y dolor se repartían mi corazón”, escribió
Schubert en su diario.
Es en el espíritu romántico, con los fantasmas
que regresan y los bosques en penumbras (los cuadros de Caspar David
Friedrich son excepcionales a la hora de dar a entender esto), donde
cristalizan los principios que distinguen un Lied de una canción cualquiera:
la puesta en escena de una sensibilidad extremadamente refinada en un
ambiente en el que la naturaleza tiene participación activa. Así, selvas de
tilos y flores, el cauce de los ríos, el amanecer, el crepúsculo o la
medianoche decoran los ambientes descritos en la vida espiritual y física de
hombres y mujeres que cantan su dolor o su alegría.
El Lied prioriza
también una mirada nostálgica de la vida, dulcificada a duras penas por la
esperanza de encontrar un lugar donde las cosas sean diferentes. Pocas veces
el abstracto arte musical estuvo tan cerca de las heridas que hacen el amor,
el deseo y la muerte en el espíritu humano.
Jonas Kaufmann —con su
voz, sus manos, su mirada, su gesto— hace de todo eso una realidad que casi
se puede tocar. Tal es el poder enorme de su expresividad, tal es la belleza
de los mil colores de su material mixto, tal es su entrega sincera, directa,
natural en su inabarcable complejidad. Se advierte que suceden cosas en el
interior de su alma y de su cuerpo, y que todo cuanto suena proviene de
algún proceso personal y antiguo, como si él fuera canal de un mundo arcano
al que sólo accedemos gracias a su arte.
El programa de Kaufmann en
París fue inmenso. Un trabajo admirable que explora el Lied cuando abandona
las manos de Schubert, cuando la trama social del siglo XIX se había vuelto
más densa y cuando la nostalgia y la melancolía no estaban nutridas sólo de
oscura dulzura, sino también de incógnitas relacionadas con la mente.
En buenas cuentas, el Lied de cuando las preguntas sobre la muerte, el
deseo y el amor se asomaron al abismo y añoraron la luz perdida. Canciones
en el ocaso del Romanticismo, las canciones de la “amplia y silenciosa paz /
tan profunda al atardecer” (“Im Abendrot”, de Richard Strauss), las líneas
de ese día “cargado de lluvia y de tormenta” y esas tumbas que tenían
escritas las palabras “nosotros fuimos” (“Auf dem Kirchhofe”, de Brahms).
No es que esas obras estuvieran en el repertorio, sino que Jonas
Kaufmann parece haber asumido la esencia de ellas para dar cuerpo a su
recital, un viaje repleto de misterios, asomado al infinito.
Partió
con seis canciones de Franz Liszt, en sus encuentros con Heine y Goethe, más
poemas de Emil Kuh y Nikolaus Lenau. Liszt compuso cerca de 80 melodías y
son pocos los documentos sonoros de sus cuadernos de Lieder, un espinoso
territorio vocal y expresivo (Sylvia Sass y Andras Schiff hicieron un gran
aporte en su disco editado por Decca en 1981). Reactiva, oscura, dramática y
pasional, violenta a veces, su pluma busca una voz a veces áspera, dispuesta
a la modulación constante y a la expresión de sentidos encubiertos.
Kaufmann acierta en todo y pone de rodillas a la audiencia con sus
pianísimos, su línea, su gama de colores, su timbre dolido y su exactitud
musical en páginas cuya característica es la libertad tonal y la progresión
armónica. En “Im Rhein, im schönen Strome” (“En el Rhin, en el bello
torrente”), el tenor conmueve en frases como “en el desierto de mi vida”
(“In meines Lebens Wildnis....”) y logra transmitir el estado de quien
contempla la catedral de Colonia, mientras que en “Ihr Glocken von Marling”
(“Las campanas de Marling”), con su insistencia melancólica, el artista hace
un cuadro impresionista sobre la intuición de que algo se ha perdido. Abrió
los fuegos con “Vergiftet sind meine Lieder” (“Envenenadas están mis
canciones”), estremecedora invocación a los poemas emponzoñados por el
despecho. “Es war ein König in Thule”, sobre texto de “Fausto”, fue una gran
escena dramática, tanto como “Die drei Zigeuner”, tuvo el tono cercano a una
narración entre amigos de una anécdota que comenta las vicisitudes de este
mundo.
Se advierte el “Tristán” que anida en Kaufmann al escuchar
estas obras. Quizás porque también las canciones de Liszt tienen un
inequívoco perfume a Wagner.
El viaje continuó con Gustav Mahler.
Vale decir, angustia metafísica, crítica intelectual, preguntas con
respuesta elusiva. Fueron las cinco canciones sobre textos de Friedrich
Rückert (“Rückert Lieder”), que llevan a una Viena de refinamiento en el
límite. Una Viena que ya ha conocido a Gustav Klimt, de manera que el sonido
es de sutil preciosismo y de emoción concentrada. Una verdadera prueba al
corazón en voz —o las voces— de Kaufmann.
Con “(...) Respiro en
silencio / en el perfume del tilo / el dulce perfume del amor” (frase de
“Ich atmet’einen linden Duft”) deja a la sala suspendida.
En “Amas
por la belleza, entonces no me amas” (de “Liebst du um Schönheit”) comenta
la incredulidad —y la esperanza— de ser amado alguna vez sólo “por el amor”.
“Tu curiosidad es traición” (de “Blicke mir nicht in die Lieder”) ebulle
en exigencias que obsesionan desde el mito de Psique y Eros, y que alcanzan
a “Lohengrin”.
“(...) ¡Se podría creer que estoy muerto! / Y poco me
importa, en verdad” (de “Ich bin der Welt abhanden gekommen”) es el canto de
un solitario que vive ensoñado en su cielo, su canto y su amor.
Y “Yo
miré el cielo repleto de estrellas y ninguna me ha sonreído” (de “Um
Mitternacht”) resulta la cima expresiva del desconsuelo y la entrega (sólo
Christa Ludwig cantó esto alguna vez con la misma intensidad que Jonas
Kaufmann). Es increíble que el mejor cantante en lengua francesa de la
actualidad sea un alemán. París lo supo apreciar. Kaufmann ya es historia de
la ópera con sus “Werther” (Massenet), Des Grieux (“Manon”), “Fausto”
(Gounod) y Don José (“Carmen”, Bizet), y seguramente será un gran Eneas en
“Los Troyanos” (Berlioz) que prepara Londres para su año olímpico. También
debió cantar hace unos años “Romeo y Julieta” (Gounod) y habría sido el
mejor amante Montesco (quizás todavía podría serlo).
Su llegada a las
melodías de Henri Duparc presagia extensiones a Fauré, pero también a
títulos de la ópera en los que tal vez ni él mismo ha pensado. Siendo un
tenor con color de barítono, bien podría cantar —soñemos— “Pelléas et
Mélisande” (Debussy) y “Hamlet” (Thomas), personajes ambos en los que,
además, haría grandes creaciones interpretativas. “Tal como se ha
escrito ‘L’invitation a la valse’, yo quisiera que un músico se encargara de
componer ‘L’invitation au voyage’ para ofrecerlo a la mujer amada, a la
hermana elegida”. Eso escribió el poeta Charles Baudelaire, inspirador de
muchas melodías que viajan por los caminos de las flores que dañan, que
intuye los juegos del agua, la armonía de la tarde y la vida anterior, en
las visiones no programáticas de Duparc, Fauré, De Séverac, Saguet, Chabrier
y Debussy.
Kaufmann invocó a Duparc esta vez, abriendo y cerrando sus
escogidas cinco canciones con versos de Baudelaire: “L’invitation au voyage”
y “La vie antérieure”. Ambas permiten un amplio conocimiento del encuentro
posible entre las notas y los versos del poeta de “Las flores del mal”, que
tienen una vida musical propia. El resultado es un cúmulo de canciones que
parecen tener en el ocaso al propio espíritu de la melodía, pues de su
poesía se desprende música evanescente, que acentúa los colores, la manera
de declinar las frases y los sentidos que las palabras tienen en la
trastienda.
El “lujo, la calma y la voluptuosidad” (“L’invitation au
voyage”) se tomaron el cuerpo de Kaufmann, quien desde ese estado emocional
llevó a la indeclinable invitación al sueño y al beso de “Phidylé”, inquietó
con la mordedura del amor en “Le manoir de Rosamonde” e hizo enmudecer con
la calma terminal de la “Chanson triste”. El tenor encontró otra cumbre en
su versión de “La vie antérieure”, cantada con una concentración sagrada
—los dioses (los suyos, los nuestros) estaban ahí— en la descripción del
paraíso, que consiste en alimentar un “doloroso secreto” que jamás se
revela. Él mismo se vio conmovido al término de esta interpretación
magistral.
Richard Strauss invita a revisitar ese mausoleo abierto y
atrayente en que Wagner dejó a sus amantes (“Mild un leise”). La melodía
—elemento esencial en el arte straussiano— triunfa porque está en el origen
genético del compositor, que lo remite a una canción de madera noble y
refinada. Un origen que tiene relación con su nacimiento alemán y con su
hogar. Más de 200 Lieder compuso Strauss, que no son sino confirmación de su
complicidad de espíritu con este género de números concisos y tan
poderosamente expresivos. No hay mejor ejemplo para esto que los “Vier
letzte Lieder” y qué ganas de que —si existiera la transmutación de los
sexos— Kaufmann pudiera algún día cantarlos.
Pero hay muchas
canciones de Strauss para él, seis de las cuales llegaron al programa. Y
otras tantas a los ¡siete encores! (hubo ocho en Berlín).
En el juego
de intercambio entre la voz y el auditor, la seducción es aceptada como
estrategia. El que escucha añora ser alcanzado por la voz, que lo lleva a
alturas o profundidades insospechadas. Él mismo se reconoce en esa voz, y
las ondas sonoras corren por el organismo, reencarnadas en flujo sanguíneo y
fluido. Es por eso que Tristán e Isolda se aman, al fin, en el que escucha y
en el que canta. Así, el clímax se alcanza más allá de la partitura, fuera
del tiempo y del espacio.
Una Liederabend bien construida logra eso
mismo. Y el público —inocente y seducido— está dispuesto a morir,
simplemente porque redescubre que puede amar. Y que ama.
Y eso se
debe a la voz. En este caso, la de Jonas Kaufmann. Se sucedieron páginas
como “Schlechtes Wetter”, “Schön sind, doch kalt die Himmelssterne”,
“Befreit” y “Heimliche Aufforderung” (“invitación secreta” que nadie podría
rechazar... “Oh ven, noche maravillosa, ardientemente deseada”). Calla la
voz un instante y el piano —extraordinario maestro Helmut Deutsch— asume el
protagonismo del viaje: Es “Morgen!”, el Lied de Strauss más entrañable, y
Jonas Kaufmann nos dice, con paz, que algún día nos reuniremos, los
bienaventurados, “en el seno de esta tierra que respira la luz del sol”, y
que “sobre nosotros descenderá el mudo silencio de la felicidad”.
Finalmente, en “Cécile”, Kaufmann deja muy en claro qué significa “temblar
en las noches solitarias (...) sin nadie que te consuele”.
Una
experiencia de vida para atesorar en el corazón.
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