A pesar de contar con tres elencos conformados por algunos de los mejores
cantantes de la actualidad para asumir los roles de la ópera Faust de
Gounod, la gran vedette de esta reposición que llevó a cabo el Met esta
temporada —una nueva producción escénica proveniente de la English National
Opera— recayó en la controversial producción escénica del director
americanocanadiense Des McAnuff, quien en esta ocasión también hacía su
debut en la casa.
McAnuff trasladó la acción de la ópera de la
Alemania del siglo XVI a la primera mitad del siglo XX y se inspiró en la
vida del físico y antropólogo Jacob Bronowski, quien después de visitar la
ciudad de Nagasaki luego del Holocausto decidió nunca máspracticar la
física. Partiendo de esta premisa, el director de escena buscó recapturar la
inocencia de Bronowski antes de la detonación de la bomba atómica,
asemejándolo al joven Fausto, y así transformó toda la acción de la ópera en
un sueño del físico antes de su suicidio. A pesar de parecer extravagante,
la idea fue trabajada con coherencia y en general no traicionó la esencia
misma de la obra de Goethe. El resultado, aunque discutible, no pone en
ningún momento en tela de juicio ni la creatividad de McAnuff ni la solidez
de su trabajo, ya sea que trate de las cuidadas marcaciones individuales de
los cantantes solistas o del estudiado tratamiento que denotan los
movimientos de las masas corales.
Sin embargo, el hecho de que
toda la acción se desarrolle entre las cuatro paredes de un laboratorio
resultó limitativo y monótono. La escena final —donde los ángeles son
científicos—, la ascensión de Margarita al Paraíso—subiendo por una escalera
metálica—, o la explosión nuclear —a la que asistimos en el principio del
quinto acto— fueron sólo algunos de los momentos que, si bien no resultan
absurdos dentro de este contexto, tampoco hicieron que el espectáculo
resultase particularmente atractivo.
No contribuyeron a hacer más
digerible cuanto sucede en la escena ni las estructuras
surrealistas-futuristas que componen la escenografía que firmó Robert Brill,
ni el vestuario de entreguerras —teóricamente soñado por Bronowski— que
diseñó Paul Tazewell para la ocasión. En síntesis, un espectáculo muy
discutible que, si bien ofrece una mirada diferente y coherente sobre la
ópera de Gounod, en muchos momentos se disfruta más con los ojos cerrados.
Vocalmente, Jonas Kauffmann (primer elenco) inauguró la producción con
una exhibición de medios vocales de apabullante riqueza y ductibilidad, más
allá de que el lirismo de la parte no pareció calzarle bien a su actual
estado vocal. Con Roberto Alagna (segundo elenco), la parte de Fausto
desbordó de frescura vocal, intensidad interpretativa y, como era de
esperarse, un estilo francés puro. Por último, Joseph Calleja (tercer
elenco), quien debió cancelar algunas de sus funciones por encontrarse
enfermo, concibió un científico correcto que, si bien conquistó al público
en el aria ‘Salut! demeure chaste et pure…’ terminando su agudo en piano, en
general tuvo un desempeño muy por debajo del nombre que se ha forjado en el
mundo de la lírica actual.
En la piel del Diablo, René Pape compuso
su personaje de manera impecable con gran solidez vocal y gran presencia
escénica. Lo mismo corresponde para Ferruccio Furlanetto, con quien la parte
ganó en variedad de detalles y colores, así como profundidad psicológica.
El personaje de Valentín estuvo en todos los casos perfectamente
servido. Russell Braun fue un soldado y hermano de Margarita de noble línea
de canto y de una autoridad escénica digna de admiración. Tanto el debutante
Georges Petean como Brian Mulligan no le fueron a la zaga y dejaron una muy
grata impresión en la audiencia.
El personaje de Margarita fue el
único que en todos los casos sufrió altibajos. Marina Poplavskaya resulto
aburridísima; sus agudos fueron calantes en la mayoría de los casos y su
coloratura, poco más que aproximativa. Por su parte, la debutante Malin
Byström, aunque demostró poseer una voz importante y salió airosa en su
cometido, no pareció, tanto por el color de su timbre como por el peso de su
voz, ser la voz adecuada para la parte.
Un autentico lujo fue contar
con la ascendente Michèle Losier interpretando a un juvenil y sensible
Siebel que en su voz adquirió una dimensión poco usual. Aunque algunos
escalones debajo de la anterior, Kate Lindsey supo sacarle un buen partido a
la parte del enamorado de Margarita.
Con el profesionalismo de
siempre, Wendy White y Theodora Hanslowe le arrancaron al público pícaras
sonrisas en sus composiciones de Marthe, la vecina de Margarita.
Del
resto de los roles comprimarios brilló con luz propia mereciendo un
comentario especial el muy bien plantado Wagner del prometedor Jonathan
Beyer. Al coro que dirige el maestro Donald Palumbo se le escuchó muy bien
preparado y, en lo que concierne a la vertiente musical, Yannick
Nézet-Séguin se apuntó un nuevo triunfo en la casa por su lectura plena de
lirismo, carga emocional y riqueza cromática. De tintes más dramáticos, la
dirección musical de Alain Altinoglu rebozó energía y sutilezas y obtuvo un
gran reconocimiento del público una vez caído el telón. Hecho poco usual en
este teatro, el público hizo conocer su descontento hacia la puesta en
escena en varias de las representaciones.
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