No es el lied un mundo que atraiga a mucho público, salvo esa rara avis
que es Madrid, con el más importante ciclo del género en el mundo. De ahí
que llenar un teatro grande como la Maestranza con un monográfico Schubert
no resulte tarea fácil. Sin embargo el nombre de Jonas Kaufmann (Munich,
1969) logró una entrada más que digna y, sobe todo, congregó a un público
entusiasta, aunque no tanto como para darse cuenta de que, si hubiese
insistido más en sus aclamaciones, habría conseguido tras las dos canciones
adicionales de Schubert aquello que más deseaba y que el tenor tenía
preparado: un aria de ópera.
El tenor de moda, el más solicitado por
todos los teatros del mundo, el rostro con mayor proyección en las portadas
de las revistas musicales, pudo también comprobar su popularidad cuando se
le acercó a la mesa donde cenaba en una terraza en plena calle. Una
napolitana que pidió un autógrafo a un cantante alemán en la ciudad de
Sevilla. Cosas del mundo globalizado. No es Kaufmann, a pesar de tanto
marketing, un artista lanzado al estrellato sin preparación, pues lleva una
carrera muy sólida cantando en teatros de provincia desde hace muchos años.
Queda para la anécdota una “Misa Solemne” beethoveniana en Salamanca hace
unos seis años. Sus cualidades le han llevado a triunfar ahora que el mundo
tenoril ve como se declinan las carreras de los últimos grandes sin que se
vislumbren sus relevos. Posee una prestancia física ideal para lo que hoy
reclaman registas, discográficas e incluso el público. A ello añade una voz
viril, bella, bien proyectada, poderosa en su centro y tremendamente
personal. A Kaufmann se le reconoce como se reconoce siempre a los grandes.
La técnica es buena, cómo si no podría alternar un Werther modélico con un
Lohengrin de excelso final. Exhibe una musicalidad intachable y es constante
su afán por lucir una gama dinámica muy amplia. Consistente en los fortes,
no lo es tanto en pianos y medias voces, donde tiende a engolar y a sonar
como en falsete. Todo ello quedó claro en “La bella molinera”, con muy
potentes acentuaciones dramáticas en “Impaciencia” o “El amado color” y
quizá exagerada delicadeza en “Saludo matinal”. “El curioso”, en su frase
“Oh arroyo querido” llenándose desde el pianísimo, resume el arte de un
cantante que interpreta, que dice, que frasea y que es capaz de pasar de la
extroversión lírica a la introversión del lied al mismo nivel. ¿Podremos
escucharle una “Carmen” en Sevilla, cuya Maestranza ya añora el título?
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