El Mercurio, Chile, 8 de agosto de 2010
Juan Antonio Muñoz H.
Wagner: Lohengrin, Bayreuth, 3. August 2010
 
Un Lohengrin con ratas desconcierta a Bayreuth
Este "Lohengrin" se recordará sobre todo por el tenor Jonas Kaufmann, pero también por la puesta des Hans Neuenfels, que se produce justo en el ano de cambio definitivo en Bayreuth y cuando el mundo - hasta en Chile ("Alcina" 2010) - cuestiona a fondo el  papel que los directores de escena están teniendo en el mundo de la ópera.
El Wagner de las ratas que impulsa el gran debate
 
El controvertido régisseur Hans Neuenfels se hace mil preguntas en su puesta. Ninguna muy agradable. No responde muchas de ellas, pero plantea otra vez la validez o no de los cambios que el teatro impone a la ópera. La música emerge triunfante en medio de tanta crudeza. Y las voces, en particular la de Jonas Kaufmann y su "Lohengrin" de leyenda, permiten confiar en un mundo mejor.
Juan Antonio Muñoz H. Desde Bayreuth, Baviera

La pregunta "¿Quién sabe cuándo pasa el próximo cisne?", que la leyenda atribuye al tenor Leo Slezak, está en boca de muchos aquí en Bayreuth. Primero, porque con ese nombre hay un simposio internacional organizado por la Festspielehaus y la Universidad Libre de Berlín, y también porque la apertura del 99° Festival wagneriano suscitó la irritación de un sector del público, que lo único que en verdad quiere es que "Lohengrin" regrese a la Edad Media y que pase luego otro cisne.

Desde hace ya 30 años, al menos, se viene produciendo en el mundo este debate, que parece no tener solución. Es, al fin, una disputa generacional que sólo resolverá el favor del público. Un público que aunque puede estar en desacuerdo con la opción de un régisseur , no deja de llenar los teatros. Desde este punto de vista, el asunto ya está zanjado: puestas modernas y controvertidas se seguirán haciendo y en el futuro la discusión se centrará no en si hay que cambiar de época el argumento, sino en si tiene valor artístico y novedad lo que se propone. Las hermanas Eva y Katharina están dispuestas a todo para que eso sea así.

Pretender un regreso en el tiempo es ingenuo. Las miles de entradas vendidas para este Festival y para tantos otros demuestran que la ópera, tradicional o rupturista, está viva como pocos espectáculos en el mundo, y que los presagios de muerte para el género provienen de un oráculo en total decadencia.

El régisseur Emilio Sagi ("Lucia di Lammermoor" y "La italiana en Argel" en Chile) lo dice con claridad: "Hoy en la ópera no se puede buscar la realidad. Si hago 'Lucrezia Borgia' le pongo un traje renacentista, pero con un toque de Jean Paul Gaultier. Cada vez va más gente joven a los teatros y ya no quieren ver sólo el cuentito".

El riesgo de las ratas

Contado como anécdota, parece un mal chiste que el director escénico Hans Neuenfels haya transformado a los habitantes de Brabante en un ejército de ratas. Y lo cierto es que cómico no es, aunque tampoco podemos decir que sea demasiado interesante, y mucho menos, hermoso. Al revés, es desagradable a veces, y también divertido.

La mirada hoy es desde el teatro. Lo hizo también Alfred Kichner en Santiago, precisamente con "Lohengrin" (2005). Es ahí donde se establece la libertad que la ópera permite. Un teatro que no siente la obligación de exponer un mensaje predeterminado, sino que tiene el deber de producir su propia realidad. Es en esa zona que la poesía tiene lugar. El punto es que casi todos acaban por olvidar la poesía. Es eso lo que duele y molesta.

¿Dónde es que falla Neuenfels? En que no opta. Su "Lohengrin" no es malo, es indefinido. Y su falta de respuestas se oculta bajo el manto de un riesgo absoluto, como son las ratas en escena. Puso todas las preguntas juntas y buscó algunos momentos apropiados para escandalizar.

En su mirada, Brabante es una sociedad enferma, repleta de seres despreciables como ratas despreciables. No como cualquier rata. Son de esas que quieren el poder, peligrosas, voraces, a pesar de tener un cerebro pequeño. Lohengrin, entonces, surge como el héroe que viene a restablecer el orden perdido. De paso, Neuenfels, "niño salvaje" del teatro alemán desde hace décadas, tiene licencia hasta para criticar al propio público de Bayreuth porque sus roedores de pronto abandonan sus trajes y los dejan colgados en percheros iguales a los del guardarropas del teatro y se visten con black tie ... pero mantienen la cola. Lo mismo las damas-ratas, que dejan su piel de laucha y la cambian por coloridos y decadentes vestidos de fiesta para ir a un matrimonio.

Nadie se salva en esta sociedad. Ni el buen rey Heinrich, quien lidera a un pueblo que no conoce, que vive en equilibrio precario y que para gobernar necesita el aplauso de quien sea... Elsa de Brabante es una luz en medio de esto, pero también está contaminada; es por eso que no puede confiar en el amor y hace las preguntas fatales del argumento: ¿quién eres?, ¿de dónde vienes?, ¿cómo te llamas? Ella olvida que el amor es anterior al conocimiento y pierde. También Neuenfels interroga al propio Lohengrin: ¿quién es este hombre que viene a imponerse sin permitir el debate?, ¿por qué habría que aceptar a un tipo así? El régisseur , quien considera poco democrática la posición de Lohengrin, sin embargo lo defiende y mantiene intocado al personaje, inmerso en un mundo enrarecido... "enratecido". Además, las ratas están a punto de destruir la Cruz, único símbolo cristiano en escena, y es Lohengrin el que toma los pedazos y la impone otra vez.

La pareja inicua, Telramund y Ortrud, es más inteligente que el resto. Son ratas con cerebro, pero olvidan que los grandes crímenes siempre salen a la luz. Son fascistas que no llevan cola.

En cierta medida, la régie hasta cuestiona al propio Richard Wagner. ¿No es absurdo, acaso, hacer un argumento completo en torno a que no se sabe el nombre del protagonista, y darle por título a la ópera el nombre ignoto? Vale decir, el público sabe de antemano aquello que nadie debiera sospechar siquiera. Pero, claro, la leyenda es así.

Hay una pulcritud quirúrgica enfermiza en esta puesta. Blanco sobre blanco. Negro sobre blanco. Glacial. Al entrar en la catedral (o lo que suponemos es la catedral), Elsa es un emplumado cisne albo enfrentando a Ortrud, el cisne de ébano, versión operática de Odette-Odile de "El lago de los cisnes". El ánade, por su parte, entra a escena sobre un ataúd, luego aparece flotando desplumada y Elsa misma adquiere gestos de cisne-Espíritu Santo cuando Lohengrin eleva la Cruz reconstruida sobre las cabezas de todos. Finalmente, cuando ya el origen de Lohengrin está develado, cuando Monsalvat ha sido puesto al descubierto, el ave vuelve convertida en un huevo gigante, del que emerge un feto horroroso, que lanza sobre las ratas de Brabante, aniquiladas, pedazos de su cordón umbilical. Innecesario.

Hay muchas ideas en esto de Neuenfels. Se ve que trabajó, que estudió. Pero no se resolvió a ir en una dirección. Formuló miles de preguntas y no respondió ninguna. Lo que está claro es que la sociedad de Brabante a él no le gusta, y que ve en ella un reflejo del mundo político contemporáneo.

¿Momentos de belleza? Son pocos, pero los hay. El preludio muestra a Lohengrin tratando de empujar un muro albo y enorme, de gran efecto. Es el héroe que quiere cambiar las cosas. También su llegada al juicio de Elsa produce instantes de emoción: es tal la luz que desprende su figura, que la sala misma se ilumina. La primera escena del tercer acto, con la pareja en su noche de bodas, es de una blancura marmórea y sepulcral, que se acrecienta cuando la pregunta es emitida y del lecho emerge un ataúd. Si descontamos el feto, el final es de gran impacto, con Lohengrin-Kaufmann cantando solo, suspendido, fuera del tiempo y del espacio.

Lohengrin es Kaufmann

En este caso, la música sirve para consolar el alma. Desde el "abismo místico" de Wagner, Andris Nelsons (31), el joven director letón de la Sinfónica de Birmingham, condujo a la Orquesta de la Bayreuther Festspiele maravillosamente. ¡Qué sonido el de esta sala! Pianísimos que parecen no extinguirse para el tema del Grial, con los violines encumbrados en el pentagrama. Fortes que envuelven. Los cellos, del nocturno segundo acto, densos, transitando por los intervalos disminuidos de las líneas de Ortrud. El oboe que acompaña a Elsa y luego su viaje con el corno inglés fue un pasaje sin regreso a la tristeza. No hubo en verdad una gran idea interpretativa de Nelsons, pero la lectura fue impecable y arrebatadora.

Hans Neuenfels no olvidó la música. Lo dice él mismo, y al ver su puesta hay que reconocer que lo logra: "Yo quisiera que la música se refleje en los rostros y los cuerpos del coro y de los protagonistas. Quisiera que eso se haya visto. Desde este punto de vista, nuestra luz es nueva, nueva para Bayreuth. La luz jamás ha sido aquí tan cinematográfica ni tan clara". Es efectivo.

Jonas Kaufmann (41) es un tenor que se ubica en otra dimensión. No es un cantante. Es un artista. Siempre ha habido pocos. Su Lohengrin está construido sobre un edificio de matices y mil colores, pianísimos que mantienen la sala en silencio absoluto. Él reclama para su héroe la posesión del misterio más silencioso: el de Dios, presente-ausente, insondable, sufriente. Encarna al Dios-hombre que ama, que calla, que duda, que inunda con su belleza el mundo y las almas. El hombre que abandona una vez que ha sido herido con el descubrimiento del amor. Su Lohengrin es una poción terrible y dulce en su voz, a la que conduce por Wagner con la línea del belcanto italiano. Los aplausos para él fueron atronadores e interminables.

Annete Dasch, acostumbrada a Gluck y a Mozart, libró una gran batalla como Elsa, pues su voz es dos números menor. Pero hizo un personaje creíble, vivo y devastado primero por su entorno y después por sí misma. Musicalmente, intachable. La colorina Evelyn Herlitzius, fue una Ortrud brutal, arrojada, con agudos que son un cuchillo y graves que llevan al abismo. Un tanto excesiva ella, sin embargo. Georg Zeppenfeld (el rey Heinrich) fue otra estrella de la noche, con su voz de bajo como una columna, hermosa, y su emisión intachable. Menos llamativo el no previsto Telramund de Hans-Joachim Ketelsen.


Todo lo que se adora en Bayreuth

Todos los caminos de Bayreuth conducen a Wagner. Las calles de la antigua ciudad medieval se recogen y angostan para conducir a inesperados escenarios de intimidad. Cualquier punto sirve, pues los recuerdos de Richard, Cósima y Franz están por todos lados, y hasta en las cosas más increíbles. Existe una farmacia Parsifal y otra Tannhäuser, aparte de las termas Lohengrin. Brilla también la porcelana Walküre, que tiene hasta museo. Si llueve (cómo ha sucedido profusamente en este verano de Baviera) surgen los paraguas con los teatros de motivo central y Wagner comparte ahí reparto con Wilhelmina, la hermana favorita de Federico el Grande, quien hizo de esta ciudad su residencia y un centro para las artes.

A todos los lugares se puede ir a pie, pero hay que caminar bastante, pues están retirados uno de otro. La villa Wahnfried, donde se encuentra la tumba de Wagner y de Cosima, está casi en el polo opuesto a la Festspielhaus y a varios kilómetros de la tumba de Liszt y del poeta romántico Jean Paul (autor de la novela "Titán"). Por cierto, Wahnfried tiene un parque precioso, cuidado, con patos y puentes, para perderse buscando a Elsa y su cisne, lo que hace olvidar un tanto el estado descuidado de la casa. Un recuerdo de Chile vuelve el alma al cuerpo: es una foto de Ramón Vinay como Tristán junto a otras de Birgit Nilsson, Astrid Varnay, James King o Karl Böhm, Wolfgang Windgassen. Siempre hay alguna ópera de fondo sonando, al igual que en los hoteles de Bayreuth, o una película.

Lo que no se puede dejar de hacer es peregrinar a la Verde Colina. Caminar por la Meistersingerstrasse o la Nibelungenstrasse, que llevan hasta la avenida Siegfried Wagner, que enfrenta al teatro. El parque es enorme y se extiende por lado y lado. Al fondo, la casa de ópera, magnífica, resplandeciente. Las calles principales están dedicadas a Tristán, Pársifal, Wotan, Knappertsbusch. Más pequeñas, las "strasse" Kundry, Ortrud y Walküren parecen más bien pasajes. ¿Machismo? Puede que no, porque hay un cuidado homenaje a Cósima junto a la Festspielhaus, con miles de flores entorno, pero se extraña una gran avenida Brünnhilde o Isolda.

Muchos critican la sala. Por lo adusta y severa que es. Por los asientos nada cómodos, las filas sin separación entre los espectadores y por el orden militar que impera. La amabilidad de todos, sin embargo, es entrañable y también la libertad que tiene el público para moverse incluso por el back stage .






 
 
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