El Mundo,
RUBÉN AMON
La Traviata, Paris, Palais Garnier, 16. Juni 2007
Escándalo en París: Edith Piaf revive en 'La Traviata'
PARIS. - La mera insinuación de Christoph Marthaler sobre el escenario del Palais Garnier provocó el acabose. Se diría que los espectadores del coliseo parisino llevaban dos horas esperándole, conteniendo la rabia, resistiendo en la butaca el momento del desahogo y del exorcismo verbal.

Hubo voluntarios que aplaudieron al director de escena germano, pero se impusieron descaradamente los abucheos, los pitos y las blasfemias. No escasean las escandaleras en el templo de la ópera parisina, pero la de de anteanoche resultó particularmente incendiaria, hiperbólica... discutible.

¿Qué había hecho el pobre Marthaler? Puede que los melómanos de la villa quisieran vengarse de aquella reciente, catastrófica e insufrible versión de Las bodas de Fígaro con que el tipo malogró el aniversario de Mozart. También es probable que le disgustara al público su extrapolación despiadada y osada de La Traviata. Una extrapolación temporal porque trasladó la ópera de Verdi a un teatro del telón de acero en los años 50. Una extrapolación estética, porque Marthaler redundó a propósito en el mal gusto y en los guiños kitsch. Y una extrapolación argumental, porque convirtió a la mártir verdiana en la reencarnación cantora de Edith Piaf.

La equivalencia con el pequeño gorrión es un acierto y un aguijonazo a las conciencias contemporáneas. Es verdad que la cantante parisina forma parte del santoral y ha sido venerada a título póstumo, pero semejante periodo de rehabilitación, tan escandaloso como la canonización post-mortem de Georges Brassens, no redime al mito de las injusticias.

Igual que La Traviata, parece decirnos Marthaler, Edith Piaf fue una descarriada y una incomprendida. Tuvo decenas de amantes. Murió prematuramente. Se convirtió en víctima de un proceso inquisitorial. Padeció los arreones de la hipocresía circundante. Y se habría reconocido en las palabras de Violeta Valery cuando percibe la separación y la agonía. «No tengo amigos ni parientes. No sabéis que mi vida está golpeada por una enfermedad. No entendéis que mi vida se acerca al final», recita la dama de las camelias cuando vienen a extirparle su último amor.

También Piaf, como Violeta, encontró una rendija de resurrección al encontrarse con Théo Sarapo, un cantante resultón, 21 años más joven y testigo de sus últimos devaneos con la morfina: «No ha sido sólo mi marido y mi amante. Ha sido como un hijo que vela a su madre enferma».

Las palabras de la Môme podría haberlas escrito Piave en el libreto de La Traviata. Y podría haberlas pronunciado Christine Schäfer, una soprano extraordinaria, profunda, comprometida, que conoce personalmente el calor de los infiernos y se ha convertido ahora en el epígono leal de Piaf.

La identificación con la «mujer en rosa» se reconoce en el vestuario, en la actitud, en el gesto y en el alma. Quiere decirse que los aspectos superficiales, como el cabello ensortijado, la pequeña estatura y el movimiento prestidigitador de las manos son el camino que Schäfer encuentra para resucitar las contradicciones de Piaf y para acusar a los espectadores de su mentalidad depredadora. Ahí radica, probablemente, el cabreo de los melómanos parisinos: son ellos los taimados, los monstruos.

Y son Piaf, o Violeta, o la dama de las camelias quienes estaban en el camino recto al amar, al buscar la utopía de la libertad y de subsistir contracorriente. Lecciones de vida y de muerte que no escapan al planteamiento envenenado de Marthaler.

Tiene razón el director germano cuando relaciona la felicidad de la protagonista con la evasión del escenario. La experiencia de cantar, actuar, transformarse y disfrazarse reemplazaba la amargura de la existencia y aislaba el vacío social.

«Verdi escribió La Traviata pensando en un personaje actual. En su época, ahora y siempre. Porque siempre existirá la hipocresía, el miedo a lo distinto, el complejo burgués. También Edith Piaf permanece en el tiempo como ejemplo de la mujer que no se esconde. Ni miente. Ni se miente», explicó Marthaler antes de someterse al veredicto de la Opera de París.

Menos mal que el público no tuvo nada que reprocharle a la Traviata de Schâffer. Habrá exquisitos que le reclamen más solvencia en los sobreagudos y más autoridad cantora en los pasajes de porcelana, pero la soprano alemana se escapa autoritariamente de la lupa de la crítica convencional porque hace creernos que se muere de verdad sobre la escena y porque conmueve lágrima a lágrima al lado de Jonas Kaufmann.

El tenor germano fue la sorpresa positiva de la velada de anteanoche a fuerza de valentía, de musicalidad y de sensibilidad. Todo lo contrario de cuanto puede decirse de Sylvain Cambreleng, protegido del sobreintendente Mortier en la Opera de París y valedor de una versión de Verdi irreconocible. Había que escuchar el preludio del tercer acto. Aquello parecía una sinfonía espesa de Nielsen, maltrataba el misterio y torturaba los principios sagrados del claroscuro y de la melodía visceral.






 
 
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