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Mundoclasico.com: |
Alfredo López-Vivié Palencia |
Beethoven: 9. Sinfonie, Lucerna Festival, 2 Septiembre
2004
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¡A-bra-za-os-mi-llo-nes!
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Los austríacos han sido lo suficientemente
astutos como para convencer al mundo de que Hitler era alemán, y Beethoven
vienés. Pero las Variaciones para orquesta del vienés Arnold Schönberg
pertenecen por derecho propio a la Filarmónica de Berlín: el 2 de diciembre
de 1928 Wilhelm Furtwängler estrenó mundialmente la obra con su orquesta; la
grabación que de ella hizo Herbert von Karajan en el invierno de 1973-74 es
justamente célebre (un típico ejemplo de las obsesiones karajanianas:
durante doce largos años -quién sabe si uno por cada tono- trabajó la obra
hasta que la grabó, para después abandonarla por siempre); Claudio Abbado la
recuperó para el repertorio de la orquesta; y por fin Sir Simon Rattle la
presenta de nuevo esta noche.
Sin duda, las Variaciones le sientan a la Filarmónica de Berlín como un
guante, porque se trata de una pieza en la que esta orquesta fabulosa puede
lucirse a pleno pulmón en conjunto, por secciones y a solo. Tanto más si a
la batuta está alguien como Rattle, que disfruta como un enano dirigiéndola
-cargando con pólvora todas las anacrusas-, y hace que sus músicos disfruten
igualmente: la interpretación fue puro fuego, y uno no sabe qué admirar más,
si el espesor ágil de una cuerda irrepetible, la potencia expansiva del
metal, los sonidos casi organísticos de la madera, la precisión apabullante
de la percusión, las intervenciones mágicas del flautista Emmanuel Pahud o
del concertino Toru Yasunaga (que en la segunda parte intercambió el puesto
con Daniel Stabrawa), o todo eso a la vez.
Quienes de ustedes hayan tenido la santa paciencia de leerme alguna vez
comentando la interpretación de las Sinfonías beethovenianas, sabrán de
sobras –o más bien estarán ya aburridos- de mi aversión por el raquitismo
imperante, merced a la invasión de los criterios historicistas, con o sin la
excusa de la edición Bärenreiter. Y Sir Simon Rattle ha sido un campeón en
esas lides, o así lo refieren todas las crónicas; de modo que un servidor se
sentó a escuchar esta Novena sinfonía con las garras bien afiladas ... y
acabó de pie y aplaudiendo como un poseso. Les cuento:
Por supuesto que Rattle usó la edición crítica de la obra (notas que cambian
de lugar en el pentagrama, instrumentos antes doblados que se quedan solos,
sonidos que estaban y ya no están –y viceversa-), y no se olvidó del empleo
de un vibrato en general breve ni de los golpes de arco a veces ariscos.
Pero aquello distó mucho de ser raquítico: por de pronto, usó las sesenta
cuerdas de la orquesta, la madera a tres (flautas y oboes) o a cuatro
(clarinetes y fagotes), cuatro trompas, dos trompetas y los tres trombones,
además de timbales y los llamados ‘instrumentos turcos’. Por si fuera poco,
en el escenario había un coro ‘de cámara’ (así reza su nombre) con noventa y
cuatro voces.
Y lo que Rattle hizo con ese material fue una maravilla. Siempre he creído
que el movimiento inicial de esta sinfonía es, en realidad, el primer poema
sinfónico de la historia –aunque Beethoven no lo supiera-, tanta me parece
su consistencia propia; y tal y como lo tocó Rattle confirmó mi sospecha: en
tempi muy amplios concibió como amenazas cada vez más ominosas las sucesivas
presentaciones del tema inicial –la última de ellas, con el ostinato del
timbal, resultó una avalancha sonora en toda regla-; la fuga intermedia de
los instrumentos de cuerda fue urgente pero no atropellada; y construyó con
paciencia casi bruckneriana la inmensa coda que comienza en las
profundidades de violonchelos y contrabajos hasta llegar a un final
rotundamente afirmativo. En el 'Molto vivace' –dado, naturalmente, con la
repetición de su inicio- Rattle alargó de tal manera las pausas que salpican
este movimiento que lo cargó de una tensión inusitada, a lo que coadyuvaron
también las electrizantes intervenciones solistas del timbal. La primera
parte del tiempo lento sonó como si la hubiera escrito el mismísimo Gustav
Mahler, aunque ese concepto es imposible de sostener a lo largo de todo este
'Adagio', lo cual pasó factura bajo forma de pérdida de pulso, en lo que me
pareció el único lunar de esta versión memorable.
Por descontado, Rattle también reservó alguna sorpresa para el inmenso
'Finale': acelerones y frenazos anticipativos en los intermedios de los
recordatorios de los movimientos anteriores; lirismo a raudales en las
sucesivas presentaciones orquestales del tema de la alegría hasta llegar al
entusiasmo contagioso del tutti que precede a la entrada del bajo solista.
John Relyea proyectó bien su joven pero potente voz, como también lo hizo
el igualmente joven Jonas Kaufmann en su ‘Froh, wie seine Sonnen fliegen’
(por cierto, en la introducción orquestal de este número Rattle alargó sólo
un poco más de lo habitual las notas del contrafagot, consiguiendo un muy
feliz efecto sonoro); a Birgit Remmert le tocó la parte más ingrata de las
voces solistas, mientras que Christiane Oelze sí pudo hacer oir su voz
luminosa. El Coro de Cámara de Suiza estuvo perfecto de afinación y de
fuerza, aunque le faltó volumen, y siguiendo al pie de la letra las órdenes
inequívocas de Rattle cantó en monosílabos aquello de
‘Se-id-um-schlun-gen-mi-lli-o-nen!’, y se apresuró en su última frase para
compensar -en perfecto rubato- la coda orquestal, dicha con una intensidad
gozosamente interminable. |
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