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Mundoclasico.com |
Horacio Castiglione |
Strauss: Capriccio,
Turín, 08/10/2002
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Un capricho por testamento
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Capriccio no es una verdadera ópera:
Konversationsstuck, una pieza de conversación. Ideada por Stefan Zweig,
intelectual y escritor austriaco de origen judío, amigo de Strauss y autor
del libreto de Schweigsame Frau, que tuvo que refugiarse en Inglaterra
huyendo la persecución nazi, su libreto se debe a la colaboración de Clemens
Krauss, director por excelencia de las operas de Richard Strauss, con el
autor que en esta obra, estrenada en el Nationaltheater de Munich el 28 de
octubre de 1942 (¡hace exactamente sesenta anos!) en pleno conflicto
mundial, constituye el auténtico testamento teatral de Strauss, si bien le
siguieron los sublimes Vier letzte Lieder y el meláncolico trozo sinfónico
Metamorfosis.Con la complicidad de Krauss, el ‘no-argumento’ se sitúa en una
dimensión decimonónica que es una pura abstracción, una real huida de las
barbaries de una época que, muy a pesar suyo, Strauss vivió con la certeza y
la responsabilidad de ser el último representante de una tradición musical
antiquísima. Por eso, en medio de una guerra que no puede entender y que,
contemporáneamente, rompe todas sus relaciones de amistad y convivencia, el
autor, que ya ha pasado los 75 anos, se refugia en una disquisición
filosófica (anticipada en un juguete lírico de Antonio Salieri Prima la
musica poi le parole) que es también ideológica: el valor del arte en
general y, muy particularmente, sobre cuales son los elementos más
importantes para alcanzar las más sublimes cumbres: ¿la música o la
letra?Esta larga conversación, que se resuelve en una inicial disputa entre
el compositor Flamand y el poeta Olivier, ambos enamorados de la bella,
misteriosa e indecisa condesa Madaleine, se organiza según un juego de
varias formas que parecen barrocas, rococó, románticas, tardo-romántica,
tonalmente fluctuante y por momentos hasta atonal (como advirtiendo. podría
hacerme el dodecafonico, pero no me gusta!), en un vórtice cromático a veces
exasperado pero siempre dominado por una liviandad y transparencia
orquestales absolutamente mozartianas: Mozart el divino, el
inalcanzable.Fuga teatral sobre la palabra y el sonido, pieza enigmática,
comedia teórica: diversas definiciones para un legato que nos entregó una
atrevida reflexión sobre la historia musical, sobre los estilos nuevos,
realistas y realmente modernos que Strauss inventó para el teatro de ópera,
recreando desde la base el ideal recitar cantando de la época monteverdiana.
Este registro fundamental viene por parte de Strauss idealmente fundido con
la forma canónica del contrapunto, de la que es un ejemplo instrumental la
compleja escena IX constituida por las tres danzas (Passepied, Giga y
Gavotta), la Fuga (sobre el tema de la palabra y de la música), el dueto de
los Cantantes Italianos y el largo octeto al que sigue la apasionada defensa
de La Roche de la ópera tradicional.Formulas musicales abiertas, pero
perfectamente integradas en el tejido dramático de la ópera, la que empieza,
sin embargo, con una delicia camerística: un sexteto de arcos (dos violines,
dos violas y dos violonchelos) que llega desde los bastidores con cuatro
temas articulados en sapientes modulaciones, y termina con una de las
paginas más logradas de toda la obra de Strauss: el monólogo de la condesa,
precedido también por una larga introducción instrumental, en el que se
interroga ante el espejo sobre la elección entre los dos amantes y la
vertiente artística que representan. Sin tomar una decisión y con el anhelo
de terminar la ópera de una manera que no sea banal, mientras el Mayordomo
le anuncia que la cena está lista: es decir lo más obvio en cualquier
solución teatral.Pero la sublime ironía de Strauss tuvo en Turín una
respuesta nostálgica y entrañable en la dirección de Jeffrey Tate (al que
esperamos ansiosos en su Caballero de la rosa en el Arcimboldi de Milan en
la próxima temporada de la Scala) que, transfigurando la excelente orquesta
del Teatro Regio, supo dispensar momentos inolvidables de delicadeza, de
inspirada lectura musical, subrayando tanto lo cómico y sarcástico (el
impagable ensamble de los ocho criados que en cinco minutos dan por
terminado con mucho sentido práctico lo que se venía discutiendo a lo largo
de toda la ópera), cuanto ese sentido tan austriaco de Sensuch, de abandono
lánguido, que es otra de las facetas de esta increíble pieza musical.Los
solistas cumplieron con mucho honor, especialmente los dos contrincantes, el
poeta Olivier del barítono Claudio Otelli, de voz brillante y de pronuncia
clara, y el músico Flamand, el optimo tenor Jonas Kaufmann, ambos de buen
ver y excelentes actores. Gustaron mucho el genial La Roche del bajo
Franz Hawlata, humano, intrigante, irónico y practico, el mujeriego conde
trazado con donaire por el barítono Olaf Bar y la impetuosa Clarion de la
mezzo Doris Soffel. Perfectos en sus cameos los dos cantantes italianos (el
tenor Valeriy Serkin y la soprano Lilian Watson) y el apuntador, que se
despierta al final de la pieza, Monsieur Taupe, interpretado por el tenor
Peter Keller.Un poco tirante en el agudo y sin un gran empaque
interpretativo, decepcionó la soprano australiana Elizabeth Whitehouse, que
se limitó a cumplir musicalmente en una parte donde se requiere la ‘allure’
que antaño tenían la Schwarzkopf y Lisa Della Casa. ¡El canto de Strauss
también ha tenido sus buenas epocas!Muy acertada la puesta en escena de
Jonathan Miller, que pese a asustarnos en principio con la aparición de los
nazis en escena y, en el final, terminada la música, representando el
bombardeo y el incendio de Munich, hizo transcurrir pirandellianamente el
resto de la ópera como si se tratara de su proprio ensayo, en plena época
decimonónica, con un vestuario muy elegante de Sue Willmington y gracias al
funcional decorado de Peter Davison.El publico mundano de la noche de la
inauguración de temporada demostró una resistencia loable al aguantar las
dos horas y media de duración sin intermedio, y sin poder lucir sus galas en
los pasillos y en el Foyer. Tampoco había mucho motivo de hacerlo porque
justamente en esos días se anunció la crisis del grupo Fiat que en Turín
tiene su imperio. Y la señora de Agnelli, confundiéndose muy discretamente
entre los invitados era, realmente, como en un espejismo una moderna condesa
Madaleine, aunque otras preguntas deberá haberse hecho ante el espejo. |
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