El
mayúsculo triunfo de Lohengrin en el templo de Bayreuth, el verano pasado,
acaba de refrendarse en el Met con el papel de Siegmund (La walkyria) al
abrigo de la nueva tetralogía del director canadiense Robert Lepage. Quizá
es el mejor tenor que aparece en Alemania desde los tiempos de Wunderlich.
Ha habido cantantes germanos de mérito y figuras sobresalientes en la
familia de los heldentenoren, pero Kaufmann es una suerte de tenor
insaciable. Tanto por las aptitudes teatrales como porque la versatilidad
nunca ha descuidado la sensatez ni el instinto artístico. De hecho, su
consagración internacional como tenor imprescindible se remonta a cinco o
seis temporadas. Ha tenido paciencia. Ha perseverado en los papeles
secundarios. Y ha sabido aprovechar las oportunidades. Desde la sorpresa en
el Covent Garden (La Rondine) hasta su impecable Alfredo neoyorquino y su
espléndido Werther de París. Unos y otros papeles sobrentienden que Kaufmann
es un tenor lírico puro, aunque su competencia en Carmen y sus primeras
incursiones wagnerianas implican una apertura hacia el repertorio de riesgo.
Puede avanzarse, pero ya no se puede retroceder. La prueba está en que el
tenor bávaro se ha propuesto explorar el catálogo verdiano – Otello se
dibuja en su horizonte – y acaba de publicar un disco en Decca con sus
aptitudes en el desgarro verista. Para equilibrar, el mismo sello
discográfico saca a escena el memorable Fidelio que Jonas Kaufmann
protagonizó el pasado verano – Festival de Lucerna – a las órdenes de
Claudio Abbado. Jonas Kaufmann es un conversador ameno y divertido. No se
reconoce el menor atisbo de divismo ni se percibe que las alas de Lohengrin
lo hayan levantado del suelo. Lo hemos localizado en Nueva York. Y no ha
sido difícil, puesto que allí lo han proclamado nuevo tenor de tenores.
¿Cómo ha sido la experiencia de Siegmund en el Met?
Extraordinaria. La afrontaba muy bien preparado. Y no me refiero solo al
hecho de saberme el papel, sino a la circunstancia de haberme rodado en la
Ópera de Munich y en el Festival de Bayreuth con Lohengrin. Creo que he
sabido llegar a Wagner cuando mejor podía hacerlo. Aunque admito que el
papel de Siegmund me sorprendió más de lo que me esperaba cuando tuve
delante la partitura.
¿A qué se refiere en particular?
Me refiero especialmente al primer acto. El papel se estructura en
momentos, en frases, pero no en pasajes más desarrollados. Me frustraba en
cierto modo no poder explayarme, aunque luego fui adaptándome al papel y
pude disfrutarlo mucho. En ese sentido, era muy interesante haber dispuesto
de una producción completamente nueva. Cuando ensayas sobre la tarima y
trabajas mucho un papel, existe una correlación entre el fenómeno visual,
vocal y escénico, de tal manera que el papel queda más interiorizado. Era la
ventaja de trabajar con Lepage y de participar en sus magníficas ideas.
Ha mencionado antes la experiencia de Bayreuth. ¿Cómo la
evoca ahora? ¿Cuánto le ha supuesto a usted la colina wagneriana?
Soy un tenor alemán. Me refiero a la impresión y a la sugestión que para
mí implica cantar la música de Wagner en la colina de Bayreuth. Es el lugar
mágico y sagrado del repertorio, de forma que ese debut forma parte de los
grandes desafíos de mi carrera, y de mi vida. También soy consciente de que
el Festival se halla en una suerte de disyuntiva. Por un lado, se encuentra
la tradición, el patrimonio, el peso histórico. Y por otro, existe el
acontecimiento social, el ajetreo vip, la frivolización del acontecimiento.
Hay que ser consciente de los dos extremos, pero sobrepasé el reto con
bastante seguridad. Era como una especie de inmersión total en el
wagnerismo. De hecho, Bayreuth es una pequeña ciudad donde no tienes otra
cosa que hacer que cantar, ensayar y encontrarte más o menos con las mismas
personas, con los mismos colegas. Quiero volver [de momento no existe un
compromiso firme], pero también tengo claro que Bayreuth no es mi destino ni
mi obsesión.
Wagner, de momento, sí lo parece. Anda
buscándose un nuevo Tristán a quien entregar como pieza sacrificial. Y usted
se resiste.
Claro que me resisto. La cuestión no es
tanto si puedo o no puedo hacer el papel de Tristán de aquí a algunos años,
sino cuánto podría resentirse el resto de mi carrera por el hecho de
centrarme en un objetivo tan duro y comprometido. Tristán no forma parte de
las expectativas que me he creado. Puedo hacer algunos pasajes en estudio,
pero la ópera completa me resultaría bastante nociva.
Es
la demostración de que usted ha sabido conocer sus límites. Y entiéndase
este comentario en una carrera que llama la atención especialmente por la
versatilidad.
Es verdad que mi voz se ha hecho más
oscura. Y que me agrada esa oscuridad. No la he buscado premeditadamente. Se
trata de una evolución natural. Probablemente relacionada con el desarrollo
de una nueva técnica que he ido mejorando en los últimos años. La diferencia
estriba en que antes cantaba más presionado. Tenía que empujar más las
notas, cantaba en situación de estrés. Ahora he descubierto el placer de
cantar desde la relajación. Que no solo concierne al instrumento, sino al
cuerpo entero, a los músculos. Esta nueva dimensión ha beneficiado mi
confianza y mi serenidad. Y me ha permitido ir creciendo en el repertorio y
en la búsqueda de nuevos retos. Por decirlo de una manera más gráfica, he
aprendido a cerrar puertas y a abrir otras. También he sido capaz de dejar
algunas puertas entreabiertas.
¿Y cómo se traduce ese
juego en el calendario?
La evolución de la que hemos
hablado me ha constreñido a abandonar los papeles lírico-ligeros. Ya no
puedo hacer Almaviva ni distintos roles mozartianos. Tampoco me preocupa. De
hecho, me siento más identificado con un repertorio más oscuro e intenso.
Sin perder la cabeza, quede claro. La experiencia de Wagner no la voy a
llevar a Tannhäuser, ni por supuesto a Tristán, como tampoco quiero quemar
las etapas antes de tiempo. El límite de mi carrera soy yo mismo. De momento
están en la agenda mi primer Eneas (Los troyanos), el debut en el Trovatore
y mis primeras experiencias en Andrea Chénier, Manon Lescaut y La fanciulla
del West. No es que me obsesione aumentar el catálogo, pero sí me gusta
encontrarme delante de nuevas experiencias y mantener viva la curiosidad.
Es el punto donde usted traza la diferencia entre Alfredo
Kraus y Plácido Domingo.
Siempre he mencionado ambos
ejemplos como símbolo de dos enfoques. Alfredo Kraus fue un cantante
prodigioso. Tenía una técnica y una calidad inusuales. Supo administrarse,
medirse, en una trayectoria longeva. Pero lo hizo a costa de desenvolverse
en un número de papeles muy reducido. Entiendo la elección, la respeto. El
problema es que yo no podría hacerlo. Acabaría conmigo la monotonía, la
rutina. Perdería, y hablo de mí, la clave de la espontaneidad. Que es y ha
sido y va a ser uno de los estímulos de mi vida artística. Desde este punto
de vista, es normal que sienta una mayor identificación hacia la carrera de
Plácido Domingo. No me estoy comparando. Ni lo trato de emular. Lo que digo
es que comparto con el maestro Domingo una parecida curiosidad, cuando no
voracidad, en la búsqueda de nuevos papeles y de otros horizontes. Necesito
estímulos, pruebas, desafíos. No quiero encorsetarme, conformarme,
resignarme. Quiero evolucionar.
¿No tiene miedo de los
riesgos? Ya sabe usted cuántos cantantes y, particularmente, cuántos
tenores, se han malogrado en la emulación dominguista y en la aceleración de
etapas. Aunque es cierto que su caso es bien distinto.
Siempre he tenido curiosidad, pero nunca he tenido prisa. No le he exigido a
mi voz más de lo que yo pienso que podría darme. He sido paciente en la
elección de repertorio, pero también me he dado cuenta de que una de mis
grandes cualidades es la versatilidad. Lo cual no quiere decir que afronte
los papeles con ligereza ni frivolidad. Todo lo contrario. Hemos hablado
antes en profundidad sobre Wagner. Pues bien, la experiencia de Wagner ha
sido y es capital, pero no quiero convertirme en un especialista. Y mucho
menos hacerlo a costa de otras experiencias que puedo y quiero asumir porque
están en mis posibilidades, en mis medios.
Se está usted
acercando sospechosamente a Otello.
Está en el
horizonte, pero hay que llegar a él en el momento adecuado. Requiere
demasiada energía e intensidad. Cada frase necesita un peso y una tensión.
Se trata de un personaje violento, poderoso, supremo. Creo que voy a poder
cantarlo en unos años, pero soy consciente de que me tengo que medir. Hoy
estoy firmando los contratos para las óperas que haré en 2015 o en 2016. Y
es muy difícil predecir hoy cómo va a encontrarse mi voz dentro de un
lustro. No tengo más que mirar cinco años atrás para darme cuenta de las
diferencias. Son las reglas que hay. Me parecen discutibles, pero no tienen
arreglo. Aunque a veces me desespera especular en 2011 cómo me voy a
encontrar dentro de seis años. Es una de las grandes anomalías de nuestra
profesión. Me refiero al hecho de firmar contratos con tanta antelación y en
relación a unas coordenadas vocales, emocionales, personales, que pueden
variar bastante cuando llega el momento de cumplirlos.
Hablemos del presente entonces. Y hagámoslo de su experiencia verista. Un
disco de arias “viscerales”, muchas de ellas bastante desconocidas, que
usted interpreta a las órdenes de Antonio Pappano y qu ele ponen en
disposición de llevar a escena las obras de Mascagni, Leoncavallo, Giordano…
He entrado en un territorio que me apasiona, que me emociona
interpretar. Ocurre con el verismo una especie de sacudida. Ha hablado usted
de la visceralidad. Y me parece interesante la idea, porque notas que cuando
cantas el repertorio verista te implicas con todo lo que tienes. Por eso hay
que mantener ciertos momentos de lucidez o de contención. Karajan hablaba de
Wagner desde la idea del éxtasis controlado. Leoncavallo y Mascagni no son
Wagner, pero ambos utilizan una orquesta enorme y te tientan a sobrepasar
tus capacidades. Mi manera de verlo es bastante gráfica. El verismo te
coloca al borde de un precipicio. Hay que asomarse. Cuanto más te asomas,
más ves y más impresionante es la vista, pero nunca puedes correr el riesgo
de arrojarte al vacío. Ahí está el peligro y la tentación de la música
verista.
La cuestión es que usted compagina ese desgarro
con la mayor sutileza, introspección del lied. Dan buena cuenta sus
grabaciones de Schubert.
Trato de profundizar todo lo
que puedo en los roles, extraer sus matices y colores. Encuentro una enorme
satisfacción en el trabajo de exploración y de aprendizaje. Por un lado
tengo facilidad para asimilar lo que estudio. Y por otro me gusta avanzar en
esa paleta cromática que me ha puesto delante mi propia voz. No hay
contradicción en cantar con el mismo convencimiento Payasos y La bella
molinera. De hecho, el privilegio de la voz consiste precisamente en pasar
por diferentes estilos, épocas, estados de ánimo. Mi voz ha ido madurando,
enriqueciéndose. Nunca la he forzado ni manipulado. Para que se entienda: he
seguido a mi voz, ella me ha mercado el camino.
Y resulta
que en ese camino usted se entrecruza con Claudio Abbado. Y que consuman en
Lucerna un Fidelio de referencia que acaba de poner en circulación la
compañía Decca.
La verdad es que me siento un
privilegiado. Abbado me ha reclutado para distintos proyectos. Uno de los
más interesantes se produjo con la Filarmónica de Berlín, interpretando la
cantata Rinaldo de Brahms, que es bastante insólita. Es un maestro
excepcional porque llega a la profundidad de la música con una
extraordinaria naturalidad. Por esa misma razón me interesaba mucho el
proyecto de Fidelio. Lo hemos grabado y concebido en uno de esos ambientes y
atmósferas que solo él es capaz de crear en torno a la música. Cuesta
trabajo explicar las sensaciones que se producen cuando tienes a Abbado
delante. Admiro profundamente esa musicalidad natural, hasta espontánea.
También se le ha elogiado a usted en su faceta de actor. Y
no solo en Fidelio. Se diría que Kaufmann es el tenor moderno por
antonomasia. Que sabe coser, que sabe cantar, y que sabe la tabla de
multiplicar. ¿Hasta qué punto es hoy importante saber moverse en escena y
cuánto está siendo discriminatorio elegir a las sopranos no por sus
cualidades canoras sino por la longitud de las piernas?
Nuestro trabajo se ha hecho enormemente exigente. Por un lado, comparto
la idea de que el cantante de ópera debe resultar convincente como actor. Me
parece que la profundidad teatral beneficia la credibilidad musical y
viceversa. Otra cuestión es que la ópera deba adulterarse para coincidir con
las expectativas contemporáneas. Me refiero a que no considero necesario
forzar la dramaturgia o transgredirla por el mero hecho de conquistar a un
espectador que pretende ver en la ópera lo mismo que ya contempla en la
televisión o en internet. La ópera es un acontecimiento mágico, excepcional,
extraordinario. No debe trivializarse para hacerlo digerible. La cuestión de
ser o no ser un buen actor está relacionada con la sensibilidad del
espectador contemporáneo. Me refiero a que el predominio de la cultura
audiovisual repercute en la ópera porque al público no se le puede contentar
simplemente con una buena voz. El espectador tiene mucha experiencia. Ahí
radica la importancia de resultar verosímiles. Pero hay que tener cuidado.
Prevenirse de un peligro aún mayor que el inmovilismo escénico, o sea, la
sobreactuación. Con más razón si se sobreactúa para maquillar ciertas
deficiencias vocales.
¿Le sorprende a usted mismo la
explosión que ha protagonizado?
En cierto modo me
impresiona verme anunciado en todos los grandes teatros, en medio de los
mejores proyectos. Escucho las comparaciones con Wunderlich o con Corelli.
Leo los elogios, y veo que mi agenda está llena para los próximos cinco
años. Lo que no he hecho es dejarme impresionar por el éxito. No he perdido
la noción de la realidad ni pienso permitirme que las burbujas me
distraigan. Sigo considerando fundamental el trabajo, la seriedad, el
instinto. Del mismo modo que tengo en mi cabeza la expectativa de una
carrera larga e intensa. Para conseguirla es necesario conservar la frescura
y mantener despierto el interés. No quiero que cantar se convierta en un
trabajo. El día que suceda será el final de mi trayectoria. Me gusta
demasiado la ópera como para degradarla a la rutina o a una actividad
convencional.
¿Y cuál ha sido el punto de inflexión? ¿En
qué momento se produce el salto cualitativo en el que Kaufmann pasa de la
buena reputación al número uno? Se lo pregunto porque usted debutó en Madrid
hace unos años sin que nadie se hubiera percatado. Intervino en una Clemenza
di Tito o en un Idomeneo, ¿no? Ahora va a regresar como máxima estrella de
la Carmen que Rattle y la Filarmónica de Berlín preparan para el Real.
Yo me daba cuenta de que los teatros reaccionaban con mucho calor. Mis
años en la compañía de Zurich fueron muy significativos para formarme e ir
madurando. También las críticas valoraban mi trabajo con entusiasmo. Pude
actuar en los grandes teatros centroeuropeos. Pero no fue hasta La Traviata
del Met cuando se produjo el verdadero cambio. Nueva York dio una nueva
dimensión a mi carrera. Y no hablo exactamente de mi evolución artística,
sino de la repercusión. Cuando se produjo aquel éxito con la ópera de Verdi,
Europa se dio cuenta de quién era Jonas Kaufmann. Lo cual no deja de ser
paradójico. Es en Europa donde nació la ópera, pero ha sido en Norteamérica
donde se ha producido el salto cualitativo. Ahora no tengo una fecha libre.
Me reclaman y me quieren contratar, aunque soy bastante sensato en el
momento de bregar con la presión. Disfruto mucho con mi trabajo.
Concluyamos la entrevista con una mención a su afinidad hacia el
repertorio francés. Ha cantado Carmen y ha triunfado usted particularmente
con el Werther de la Ópera de París. Una versión memorable, con Plasson en
el foso y con Sophie Koch a su vera en el papel de Charlotte.
París ha sido un punto de referencia constante en mi carrera. He cantado
allí La Traviata, Fidelio, Carmen, pero es verdad que el Werther ha
constituido una experiencia superior a todas. Seguro que una de las claves
fue la dirección de Plasson, sensible y con sentido de la teatralidad. El
papel de Werther es una paleta extraordinaria, en sus matices, en sus
emociones, en su oscuridad y hasta en su desgarro. Me emocionaba mucho
interpretándolo. Y sé que algunos maestros sostienen que un cantante debe
emocionar sin emocionarse, pero yo no me identifico con un concepto tan
aséptico. Hay que controlar, pero no abusar del control. Hay que
emocionarse, pero sin dejar que las emociones te atenacen. Por eso Werther
es un desafío. Exige escrúpulo, fraseo, refinamiento. Y al mismo tiempo le
rodea un aura trágica que se va apoderando del personaje.
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