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La Razon, 11-04-2022 |
Gonzalo Alonso |
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Jonas Kaufmann, frente al verdadero Don Carlos
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Jonas Kaufmann ha abordado el papel titular de la ópera «Don Carlo» de Verdi
en diversos teatros, como los de París, Viena, Salzburgo o Múnich. En estas
representaciones, como en la reciente del Met neoyorquino, se presenta a un
infante maduro, cuando contaba con veinte años, amante de la libertad,
apasionado y enamorado de su madrastra Isabel de Valois. También a una
Princesa de Éboli que confiesa a su reina haber pecado con Felipe II y que
en alguna producción aparece encamada con el rey. El inventado Marqués de
Posa aparece como un paladín de la libertad y de la justicia y en algunas
ocasiones más que amigo del infante… En fin, la leyenda negra crecida por
Schiller y Verdi. Esa que nuestros estudiantes se creerán a través de
twitter y cuyas falsedades ya no podrán aprender en las escuelas.
Nos
llevamos al célebre tenor alemán al Monasterio del Escorial para que
conociera la tumba del protagonista de la ópera de Verdi al que tantas veces
ha interpretado De ahí que fuese oportuno que uno de los grandes
protagonistas –si no el mejor hoy– del Don Carlos conociese su verdadera
historia visitando su tumba en el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial.
Se me ocurrió proponérselo por WhatsApp y en cinco minutos me contestó que
le encantaba la idea, que modificaría su viaje a Barcelona y acudiría con
Diana Damrau, Helmut Deutsch, la familia y un par de amigos. La visita se
pudo organizar gracias a la ayuda de Ibermúsica y Patrimonio Nacional.
Primera parada: El Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, levantado
en 1563 para conmemorar la victoria en la batalla de San Quintín (1557) y
terminado en 1584, impresiona por su desnuda monumentalidad herreriana. De
ahí que la primera impresión que recibiesen los visitantes tuviera que ser
su vista general, la misma desde el lugar en que la tradición coloca a
Felipe II vigilando la evolución de la obra en la conocida como Silla de
Felipe II. Segunda parada: El Monasterio, entrando no por donde el turismo
sino por la Puerta de los Reyes, frente a las ventanas de la casa de Teresa
Berganza, a quien le enviamos un cariñoso mensaje. Los visitantes pudieron
ver la supuesta última piedra, no de piedra sino de oro. «Se acabó la
piedra, pero aún sobró oro», según el dicho popular. De ahí, con un guía en
inglés, a la impresionante biblioteca, para pasar luego a la cúpula plana.
«Juan de Herrera, Juan de Herrera, con los reyes no se juega», cuenta la
leyenda que el rey advirtió tras dar una patada a la simulada columna que el
arquitecto había colocado para que Felipe II no se asustase de la osadía de
la cúpula. A la estancia conocida como de los secretos por su curiosa
sonoridad. Susurrado en una de las esquinas de la sala, apenas audible por
lo que están cerca del hablante, se oye con total claridad y perfección en
otros puntos mucho más lejanos.
A continuación a la Basílica, con ese
altar mayor que hubiera podido pintar El Greco y el bellísimo Cristo de
Cellini. Al Museo de Pinturas con los cuadros de Luca Giordano, Tiziano,
José de Ribera, El Greco o Claudio Coello, y a la Sala de Batallas. Cómo no,
a las estancias de Felipe II, aquellas a las que decidió retirarse en 1598
al saber que iba a morir pronto. Algo parecido a lo que hizo su padre en
Yuste. Para viajar del Alcázar madrileño al Escorial se hizo construir una
parihuela especial. Descoloca al visitante la desnudez de la reducida
habitación, desde cuya cama podía ver el altar mayor de la basílica y seguir
los oficios. Allí, el 13 de septiembre, falleció tras llamar a su familia
para expresarles que «he querido, hijos míos, que os hallarais presentes
para que veáis en qué vienen a parar los reinos y señoríos de este mundo».
Y, naturalmente, la Cripta. Kaufmann y Damrau se fotografiaron en la
tumba del infante, relegado en una esquina, frente a la de Isabel de Valois
y a la del admirable de Don Juan de Austria, antes de entrar en el
impactante Mausoleo Real. No pudieron ver otras muchas joyas, como el Jardín
de los Frailes, con ese cisne que recuerda Lohengrin, pero es que el
monumento requiere visita de un día entero. Poco a poco, con un documento
que les entregué, supieron que Don Carlo, fruto del matrimonio de Felipe II
con su prima carnal María Manuela de Portugal, perdió a su madre a los
cuatro días de nacer. Su padre contaba con 18 años. Padeció la malaria, se
cayó por una escalera –aunque no murió como el tenor Fritz Wunderlich siglos
después–, pero quedó muy afectado física y mentalmente tras la trepanación a
la que tuvo que ser sometido. El embajador alemán le describiría como
«excesivamente pálido, la pierna derecha más corta que la izquierda, el
pecho hundido y algo de joroba». Y zurdo en un tiempo en que era mal visto.
En diversas webs se cuenta que su preceptor, Honorato Juan, hubo de admitir
ante Felipe II en 1558 que estaba desesperado por la incapacidad de su
pupilo para cualquier tipo de enseñanza. Aunque llegó a aprender a leer y
escribir, lo hizo tarde y mal, hasta el punto de que su expresión hablada
fue siempre deficiente y su escritura irregular. Ante esta cruda realidad,
Felipe II mostró siempre reticencias a la hora de transferir
responsabilidades en su hijo, aunque sus temores no le impidieron hacerlo
jurar heredero por las Cortes de Toledo en 1560, incorporarlo al Consejo de
Estado en 1564 y plantear su boda, primero con María Estuardo, reina de
Escocia, y después con Ana de Austria, hija del emperador Maximiliano II,
con la que más tarde se desposaría el propio rey.
Sin embargo, los
testigos vuelven a coincidir en el desequilibrio cada vez más acusado de Don
Carlos. El embajador francés, el señor de Saint-Sulpice, veía imposible un
acuerdo matrimonial que tuviera al príncipe por sujeto: «Normalmente está
tan loco y furioso que todos aquí se compadecen del destino de la mujer que
tendrá que vivir con él». Por su parte, el embajador imperial, el barón de
Dietrichstein, tampoco pudo recoger buenos informes ni en lo físico, ni en
lo moral, ni en lo intelectual: «Tartamudea ligeramente. En unos casos da
muestras de buen entendimiento, pero en otros tiene la inteligencia de un
niño de 7 años. No conoce freno a su voluntad, y su razón no parece bastante
desarrollada para permitirle discernir lo bueno de lo malo». Y al margen de
estas consideraciones generales sobre su figura y su carácter, otros
comentarios hacen frecuente referencia a su propensión a la ira y a su
apetito desaforado.
A pesar de lo anterior, fue un joven culto, pero
también rebelde, con tendencias sádicas. Se contó que siendo niño disfrutaba
asando liebres vivas y cegando a los caballos en los establos. Quiso
acuchillar al Duque de Alba y atentar contra Juan de Austria. Estos hechos y
su actitud ante Flandes llevaron a que su padre en persona le encerrase en
sus propios aposentos del Alcázar y luego en una torre, donde murió seis
meses después con 23 años de forma nunca aclarada del todo, pero con pocos
signos de cordura. Lamentablemente, Isabel de Valois fallecería en el mismo
1568, ayudando a la difusión de rumores. En la ópera de Verdi –estrenada en
París en 1867– suele aparecer como un héroe y sólo Albert Boadella se salió
de este guion en las representaciones de San Lorenzo de El Escorial y los
Teatros del Canal. Boadella le convirtió en un tullido y desequilibrado
mucho más próximo a la autenticidad que el heroico y nada histórico
personaje de Schiller.
¿Afectará a las futuras interpretaciones que
pueda efectuar Kaufmann de Don Carlo haber conocido la verdadera historia?
En cualquier caso, el tenor tuvo ocasión de conocerla bien. Mucho antes
estuvo Karajan con Ruiz Tarazona y Julia Cavestany gracias a Alfonso Aijón.
Solo quería saber si Felipe II asistía a los oficios con gorra o no y si
había matado a tantos. Le interesaba para sus siguientes producciones en
Salzburgo con Plácido Domingo y Carreras. La historia de la ópera de Verdi
en El Escorial tiene miga. No fue posible llevarla a diversas localizaciones
exteriores –Patio de los Reyes, Lonja, Jardín de los Frailes, etc.– en
varios intentos durante los últimos años del pasado siglo. Hubo registas y
directores de orquesta famosos –Leonard Bernstein y Franco Zeffirelli, entre
ellos– que quisieron llevar a cabo el proyecto. Gardiner, Abbado, Chailly,
Del Monaco o Pizzi, y cantantes como Raimondi desearon poder poner su sello
en un Don Carlo escurialense aunque en la partitura solo se cita una vez a
la villa y como «Escurial».
El último intento, en 2000, tras
intervenir Ana Pastor, entonces ministra del Gobierno, el canciller de
Austria, el duque de San Carlos, entonces presidente del Patrimonio
Nacional, se frustró definitivamente cuando el padre Fermín, prior de los
agustinos del Monasterio, sentados en una de las hornacinas del Jardín de
los frailes, colocó su mano sobre mi pierna para decirme «desengáñate,
Gonzalo, que la ópera es un insulto a nuestros antepasados reales, que yacen
aquí, y nunca se representará en El Escorial». Y entonces lo logró,
recordándome las palabras de Felipe II ante el Gran Inquisidor «¿Por qué el
trono ha de doblegarse siempre ante el altar?». Finalmente, en 2006, se pudo
inaugurar el Teatro de San Lorenzo con escenas de «Don Carlo» y Riccardo
Muti al mando del Maggio Musicale Fiorentino y más tarde ofrecerse la ópera
entera con regia de Boadella. Queda aún pendiente esa gran representación
multitudinaria en el propio Monasterio. |
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