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el Nuevo Herald, 06.14.14 |
Sebastian Spreng |
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Jonas Kaufmann y su tempestuoso viaje de invierno
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Cuando
se piensa en Jonas Kaufmann viene a la mente un divo de la ópera que
incursiona en la canción alemana o Lied. No, Jonas Kaufmann es un cantante
que desarrolla su carrera balanceando ambas vertientes y, como prueba, uno
de sus primeros compactos fue dedicado a Richard Strauss, un excelente
recital que Harmonia Mundi debería reeditar a propósito de los 150 años del
compositor.
En el 2009, Kaufmann grabó una vibrante versión de La
bella molinera y ahora regresa al ruedo con El viaje de invierno, ese
implacable Everest de la canción grabado por todos los grandes liederistas
–Hans Hotter, Dietrich Fischer-Dieskau y Thomas Quasthoff, entre los
intocables–, y hasta por voces femeninas que se animaron al reto (está
escrito para voz masculina) como Lotte Lehmann, Brigitte Fassbaender,
Natalie Stutzmann y Christa Ludwig. Este es su primer acercamiento y ojalá
haya más en esta exploración de vida, Fischer-Dieskau lo grabó más de 10
veces.
Y el enfoque del tenor muniqués difiere del de otros grandes
de su cuerda como Peter Schreier, Ian Bostridge o Peter Pears, una vez más
acercándose en intención y color a Jon Vickers que lo grabó en dos
oportunidades. Podría decirse que es más “operístico” pero no, en realidad
tiene el exacto énfasis teatral; Kaufmann se transforma en un personaje como
salido de una tempestuosa pintura de Caspar David Friedrich, preso de una
soledad y abandono aterradores equiparables a los de Siegmund, Florestan o
Tristán.
Ese personaje lleva de la mano a quien lo escuche, es su
interlocutor, cómplice de su diario íntimo a través de las 24 estaciones del
viaje para finalmente despedirse, verlo partir y porque, como escribe
Kundera en La inmortalidad: “Hacía ya mucho que no vivía con el mundo; su
único mundo era su alma y si caminaba, caminaba solo porque el alma, llena
de intranquilidad, exige movimiento y no es capaz de permanecer en el mismo
sitio, porque cuando no se mueve duele terriblemente”.
Con la
extraordinaria –no hay otra palabra– colaboración de Helmut Deutsch,
Kaufmann pinta un fresco a brochazos que van del negro al blanco pasando por
todos los grises, es el clásico Riesengebirge invernal de Friedrich, pero
también son los grises de Jasper Johns, es un Winterreise de alucinante
modernidad que podría suceder hoy en una metrópolis o en la estepa
ucraniana. Su arma es una naturalidad que surge del absoluto dominio del
recitar-cantando en su lengua, con una claridad que le permite matizar o
tomarse licencias para narrar con pasmosa espontaneidad.
El tilo
seguramente es la canción infantil que Kaufmann cantaba en la escuela sin
saber su verdadero significado, pero lo entiende después, es decir, ahora.
La magia de Auf dem Flusse y Irrlicht la encuentra en las pausas y media voz
asimismo en un Frühlingstraum simplemente magistral. Si hay excesivos
contrastes se debe a ese juego deliberado de blancos y negros, hay momentos
de intensidad lacerante –“tristanesca”– y la voz cada vez más oscura y no
sin asperezas es utilizada con una generosidad y abandono apabullantes.
Esa misma cualidad tristanesca reaparece en Die Nebensonnen
anticipándose a Die alte Weise del héroe wagneriano. En Die Leierman, ese
estremecedor diálogo con la eternidad que Schubert pinta con austeridad
incomparada, Kaufmann se despoja de Werther y sus personajes románticos
transformándose en él mismo, preguntándose ante el espejo. Es una reunión
notable del tenor operístico y del liederista, la misma persona, el mismo
artista.
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