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Scherzo, Enero 2010 |
Blas Matamoro |
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Jonas Kaufmann, Helmut Deutsch - ARRIESGAR Y GANAR
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El
ciclo schubertiano viene sumando colecciones de referencias
ilustres. La voz de tenor no parece la más adecuada, cuada, por
su brillo, al repertorio de cámara. Jonas Kaufmann acepta los
dos desafíos y los gana cum laude. Más aún: escuchando su
intervención se justifica que a ciertos sujetos se los llame
divos (dioses o santos) cuando son, simplemente, simios de otra
especie que la evolución darwiniana produce de vez en cuando y
nos dejan a los demás como meros Homo sapiens.
Kaufmann
tiene una voz de tenor ancha y oscura, que puede sonar a
baritonal en el centro, lo cual favorece la confidencialidad del
Lied. Pero, además, cuando conviene, adelgaza la emisión y
aclara su timbre, dándole el brillo tenoril y el claro color que
exige una exaltación juvenil como la del enamorado schubertiano.
Su emisión es de una seguridad plena y ello le permite
flexibilizar el sonido y dominar con imperial señorío los
volúmenes. Dice con diamantina claridad cualquier vocal en
cualquier registro, deja oír el verso con prosodia recitada y
nítida, encaminándolo hacia la más certera intención. El
conjunto de su faena gana una suerte de viril delicadeza, de
tierno delirio, de sensible inteligencia que lo convierte en una
exposición de símbolos. ¿Qué otra cosa es la canción, síntesis
de música y palabra?
En esta serie hay un personaje, un
errante enamorado de su soledad y del espejo que a ella le
presta el arroyo. De pronto se enamora también de una molinera
de la que sólo sabrá que es hermosa y que tiene un molino. La
distancia mantiene vivo e impoluto a su amor pero también le
demuestra que para ella, él no existe, con lo que lo devuelve,
doliente, a su soledad y a un paisaje donde el arroyo ha dejado
de fluir y se duerme como un niño cansado. Los tres momentos son
servidos por Kaufmann como si se tratara de un monodrama de
bolsillo, de modo que lo podemos transitar al igual que una
historia. Hasta se diría que oímos los pasos del vagabundo por
la hierba, el murmullo del agua en su cauce y la risa indolente
de la molinera, lejana y asoleada.
El tratamiento del
conjunto no desmerece la autonomía de cada canción. El cantante
sabe especular, por ejemplo, con la matización de las estrofas
en piezas como la inicial El errabundo, simple y machacona,
donde no hay dos estrofas cantadas con la misma intención. Y
puede ser arrojado, pugnaz y desenvuelto (¿Hacia donde?,
Inquieto, ¡Mía!), de un recogimiento apenas audible (El amado
color, Flores secas, Nana del arroyo), escandiendo el ciclo
entre la despreocupación solitaria del comienzo, la enjundia del
amor recién descubierto y un final de duelo y tristeza servido
con un dolorido sentir de muerte en el alma.
Kaufmann
apostó fuerte e hizo saltar la banca. Baste decir, en cuanto al
pianista, ¡ que divide la ganancia con el i tenor porque
arriesgó y ganó a I su misma altura. Si el paseante solitario
estaba, según dice el i pleonasmo, solo, el tenor ha i trabajado
en magnífica compañía. No solamente la de Deutsch, sino la de
Schubert.
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